26 de enero de 2007

Misa en latín

Aclaremos inmediatamente conceptos. Existen en la Iglesia Católica Romana dos grandes grupos litúrgicos: el rito latino y los ritos orientales. El rito latino es el que rige para toda la Iglesia Occidental, que, por ello, se llama Iglesia de Rito Latino. Su particularidad consiste en que la lengua original de la Liturgia es el latín, aunque, en la práctica, ésta se desarrolle en las distintas lenguas vernáculas de acuerdo con traducciones aprobadas por la Santa Sede. Los ritos orientales abarcan las distintas familias litúrgicas vigentes en los países de Oriente y en las comunidades étnicas originarias de allí pero afincadas en Occidente. La lengua litúrgica varía según los distintos ritos (griego, árabe, eslavo, caldaico, sirio, etc.), pero tienen el rasgo común de su carácter arcaico: por lo general no se trata de la lengua de uso común.

El rito latino tiene actualmente dos variantes: la clásica o tradicional -fijada en el siglo XVI por el Concilio de Trento, pero que se remonta por lo menos al V en sus componentes esenciales- y la moderna o reformada, que data de 1970. Dentro del rito latino clásico -siempre en latín- hay que considerar las siguientes liturgias, que sobrevivieron a la reforma tridentina hasta nuestros días: la romana, la ambrosiana, la mozárabe, la lionesa, la cisterciense, la cartujana, la dominicana y la carmelitana. En cuanto al rito romano reformado, debido al gran margen de libertad que se deja en él al celebrante en la selección de alternativas (especialmente por lo que se refiere a las plegarias eucarísticas en la misa), puede decirse que agrupa una gama muy amplia de combinaciones, sin que pueda hablarse de liturgias predeterminadas. Y ello sin hablar de las diferencias lingüísticas, dado que las lenguas vernáculas han desplazado casi por completo al latín en las celebraciones modernas. No obstante, al hablar de “misa en latín” puede uno referirse tanto al rito clásico como al moderno, siempre que en este último se utilice la lengua de los libros litúrgicos típicos.

Un error muy común consiste en creer que la cuestión de la misa, que se ha planteado a partir de las reformas surgidas después del último concilio por parte de los llamados círculos tradicionalistas, es una mera cuestión de lengua. Mucha gente no llega a comprender por qué tanto interés en el latín, ya que suponen -y suponen mal- que la nueva misa no es más que la traducción de la antigua y encuentran más natural entender lo que se dice en el altar. Todo se reduciría, pues, a una suerte de dilettantismo litúrgico -hasta de esnobismo- propio de personas nostálgicas y apegadas indiscriminadamente al pasado. Sin embargo, no es tan sencillo.

El Concilio Vaticano II, al tratar acerca de la Sagrada Litúrgia en la Constitución Sacrosanctum Concilium (promulgada el 5 de diciembre de 1963), quiso hacer suyas las aportaciones razonables del Movimiento litúrgico, siguiendo por el camino trazado por Pío XII, autor de importantes reformas en la materia, pero que no comprometían lo substancial y considerado hasta entonces intangible. De hecho, el Concilio declaró que “la santa madre Iglesia atribuye igual derecho y honor a todos los ritos legítimamente reconocidos y quiere que en el futuro se conserven y fomenten por todos los medios” (Constitución Sacrosanctum Concilium, n. 4) y aunque daba pie a que se revisaran íntegramente, ello debía llevarse a cabo sólo por necesidad, con prudencia y ateniéndose a la sana tradición. Se promovía una mayor participación de los fieles (lo cual era perfectamente admisible), pero se dejaba claro que se conservaría “el uso de la lengua latina en los ritos latinos, salvo derecho particular” (ibid., n. 36.1) y que la Iglesia reconocía “el canto gregoriano como el propio de la liturgia romana; en igualdad de circunstancias, por lo tanto, hay que darle el primer lugar en las acciones litúrgicas” (ibid., n. 116).

El 25 de enero de 1964, Pablo VI instituyó mediante el Motu proprio Sacram liturgiam, el llamado Consilium ad exsequendam Constitutionem de Sacra Liturgia, es decir el órgano encargado de la aplicación de la constitución conciliar sobre Liturgia, presidido por el Cardenal Lercaro y con el P. Annibale Bugnini como secretario. Este último había sido también secretario de la comisión antepreparatoria conciliar de Liturgia, a la que había llegado presidido por la fama de tener miras avanzadas e ideas radicales de reforma. El Consilium puso manos a la obra sin tener muy en cuenta a la Sagrada Congregación de Ritos. El primer resultado de sus trabajos fue la Instrucción Inter oecumenici, de 26 de septiembre de 1964, “para la exacta aplicación de la Constitución sobre Sagrada Liturgia”. En ella se disponía la primera modificación importante del rito de la Misa, mediante la supresión de algunas partes, la introducción de la plegaria universal de los fieles y el uso de la lengua vernácula en toda la celebración salvo el prefacio y el canon. El 27 de abril de 1965, se autorizó la lengua vernácula también para el prefacio. Con la Instrucción Tres abhinc annos, de 4 de mayo de 1967, se abolió la mayoría de signos de reverencia en la Misa. Todos estos cambios no eran sino el preludio que anunciaba un nuevo rito, que se había estado elaborando en el seno del Consilium con la participación activa de seis pastores protestantes, tal como confirmó el hoy Cardenal Baum. En la Capilla Sixtina, en el marco del Sínodo de los Obispos de 1967, tuvo lugar la celebración-piloto de la llamada Missa normativa, rito que se diferenciaba drásticamente de la misa tradicional católica, hasta el punto que ni siquiera había ofertorio. Sometida a la votación de los Padres sinodales, la Missa normativa no pasó el examen, de modo que el Consilium hubo de pulirla un poco para hacerla aceptable. De hecho fue ese rito retocado el que el Papa promulgaría dos años más tarde.

En efecto, el 3 de abril de 1969, mediante la Constitución Apostólica Missale Romanum, Pablo VI sancionó con su autoridad el Novus Ordo Missae, disponiendo que entrara en vigor a partir de la primera domínica de adviento siguiente, esto es el 30 de noviembre de aquel mismo año. Ahora bien, ¿se trataba de la substitución del antiguo rito por el nuevo, o simplemente de la introducción de un nuevo rito en la Iglesia latina, que coexistiría con todos los demás? Aquí es donde se plantea el problema. Porque no existe en el documento papal de promulgación la fórmula revocatoria del rito precedente. Éste fue fijado por la Bula Quo primum tempore, dada por San Pío V el 14 de julio de 1570, la cual contenía, además, un indulto perpetuo en virtud del cual ningún sacerdote, en cualquier tiempo o lugar, podía ser obligado a decir o cantar la misa de manera diferente a la establecida por la bula. Aquí conviene que quede clara una cosa y es que San Pío V, siguiendo las prescripciones del Concilio Tridentino, no inventó nada, sino que consagró el rito que la Tradición había transmitido, perfeccionándolo, a lo largo de los siglos desde la época patrística. Es por ello por lo que la misa romana clásica sólo impropiamente puede ser denominada tridentina o de San Pío V. Pasa lo contrario con el Novus Ordo, que, como admitió su artífice principal el ya Mons. Bugnini, se trataba, bajo ciertos aspectos, de “una nueva creación”, por lo que es correcta la denominación de misa de Pablo VI.

El caso es que el Novus Ordo suscitó inmediatamente las más graves reservas por parte de los sectores más vigilantes de la Iglesia, hasta el punto que los Cardenales Ottaviani y Bacci enviaron al Papa un Breve examen crítico del nuevo rito sosteniendo que éste “se aleja de manera impresionante, en conjunto y en detalle, de la teología católica de la Misa, tal como fue formulada en la XXII sesión del Concilio de Trento, el cual, al fijar definitivamente los cánones del rito, levantó una barrera infranqueable contra toda herejía que pudiera menoscabar la integridad del misterio”. El punto de mayor escándalo era el artículo 7 de la Institución General, en el que se daba una definición de la misa que prescindía por completo de la idea de sacrificio. El escrito enviado por los cardenales tuvo como efecto que Pablo VI ordenara una nueva versión de la Institución General del nuevo Misal Romano, en la que se enmendaba el polémico artículo 7. El Novus Ordo, empero, permanecía tal cual. Por la misma época surgió un importante movimiento a favor de la conservación de la misa tradicional y el canto gregoriano, constituido por varias asociaciones de seglares de distintos países, reunidas en la Federación Internacional Una Voce, cuyas actividades continúan hasta el día de hoy.

A pesar de la vigencia de la Bula Quo primum tempore y del indulto perpetuo de San Pío V, a pesar del respaldo de la costumbre inmemorial, a pesar de los graves defectos formales en la promulgación de la misa de Pablo VI y de la imprecisión de su alcance, se dio por hecho, por parte de las autoridades, que la misa tradicional había sido prohibida y se actuó en consecuencia. Ahora bien, el único con competencia en la materia, esto es el Papa, no había dado ninguna disposición en este sentido. A pesar de ello, el Novus Ordo se impuso como si fuera obligatorio a toda la Iglesia latina. Hubo algunas excepciones, como, por ejemplo, la de la diócesis de Campos (Brasil), en donde se conservó en su totalidad la liturgia romana clásica hasta 1981 sin que se suscitara ninguna polémica. En realidad, fue con ocasión del affaire Lefebvre (v. Monseñor Lefebvre) cuando la cuestión de la misa fue puesta sobre el tapete de forma dramática. Para entonces la liturgia reformada se había consolidado, aunque en no pocos casos de forma traumática. Los abusos, escándalos, irreverencias y hasta sacrilegios estaban a la orden del día. Por si fuera poco, los frutos de la reforma postconciliar no fueron los que se esperaban: la práctica religiosa de los fieles descendió abruptamente y lo mismo las vocaciones sacerdotales y religiosas, por no hablar del abandono de las órdenes sagradas por parte de una proporción sin precedentes del clero católico, todo ello documentado por fuentes oficiales y oficiosas de la Iglesia, que, no obstante, contra la evidencia, se mantenían en una actitud de incomprensible triunfalismo.

Parece ser que Pablo VI no quiso dar marcha atrás a su reforma, a pesar de su fracaso, por no tener que reconocer que se había equivocado y poner así en cuestión su autoridad. Lo que sí hizo fue reforzar la doctrina tradicional en materia de culto eucarístico mediante documentos como la Encíclica Mysterium fidei, que, desgraciadamente, no pasaron de ser letra muerta, mientras se agravaba la débacle litúrgica en todo el mundo. Fue Juan Pablo II quien, ya desde los inicios de su pontificado, dio los primeros pasos favorables a la liturgia romana clásica. En 1980, en su Carta Dominicae cenae, pidió perdón en nombre propio y de los obispos por todo lo que hubiera causado escándalo en la aplicación de la reforma litúrgica. Ese mismo año, ordenó al Cardenal Knox la realización de una encuesta sobre el problema de la misa (iniciativa desgraciadamente neutralizada por los obispos). Pero la primera disposición concreta fue el Decreto Quattuor abhinc annos de la Sagrada Congregación para el Culto Divino, de fecha 3 de octubre de 1984, por el cual se concedía a los obispos la facultad de otorgar un indulto para la celebración de la misa tridentina en determinadas condiciones. El documento fue como un signo de distensión entre la Santa Sede y los sectores tradicionalistas, especialmente los cercanos a Mons. Lefebvre, pero su puesta en práctica fue muy limitada. La mayoría de sacerdotes que continuaban celebrando según el rito romano clásico lo hacían al amparo del indulto perpetuo de San Pío V y los que solicitaron acogerse al nuevo indulto pocas veces se vieron contentados por los obispos.

En diciembre de 1986, Juan Pablo II autorizó al Cardenal Mayer, Prefecto de la Congregación para el Culto Divino, a reunir una Comisión Cardenalicia para estudiar los resultados prácticos del Decreto Quattuor abhinc annos. Los cardenales convocados llegaron a la conclusión de que el indulto de 1984 estaba sometido a condiciones excesivamente restrictivas, que debían ser mitigadas. Al mismo tiempo, recomendaron unas normas para facilitar su concesión. El Cardenal Alfons M. Stickler, miembro destacado de la Comisión, declaró, por su parte, que él personalmente no consideraba que la misa tradicional estuviera prohibida y abogó por una total liberalización de la misma. Se sabe que el Papa estuvo a punto de firmar un documento en este sentido, pero fue disuadido por algún cardenal que temía que ello fuera utilizado como bandera de triunfo de los sectores más radicales del tradicionalismo.

El 30 de junio de 1988, Mons. Lefebvre realizó, asistido por Mons. de Castro Mayer, Obispo emérito de Campos (Brasil), las consagraciones episcopales de cuatro miembros de la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X. Al carecer de mandato apostólico, dichas consagraciones eran ilícitas y acarrearon la excomunión automática de los directos participantes en el acto. El Santo Padre, con el fin de que los grupos tradicionalistas afectos a la liturgia romana clásica, viéndose desamparados y hasta hostilizados por los obispos, no fueran a seguir el cisma, dio el Motu proprio Ecclesia Dei, de 2 de julio del mismo año, por el cual se instituía una Pontificia Comisión encargada de facilitar la plena comunión eclesial de comunidades y personas vinculadas de algún modo a Mons. Lefebvre y de promover una “amplia y generosa aplicación” del Decreto de 1984. La Pontificia Comisión quedaba presidida por el Cardenal Mayer, el cual, en una audiencia con el Papa, obtuvo las facultades necesarias para el buen desempeño de las funciones encomendadas al nuevo organismo de la Santa Sede. Entre estas facultades estaba la de conceder “ a todos los que lo pidieren el uso del Misal Romano según la edición típica de 1962, siendo de ello informado el obispo diocesano”. Al amparo del Motu proprio Ecclesia Dei fueron establecidas sociedades de vida apostólica tales como la Fraternidad Sacerdotal de San Pedro y el Instituto de Cristo Rey Sumo y Eterno Sacerdote (esta última erigida por un obispo africano), en las cuales se observan íntegramente las “formas disciplinarias y litúrgicas precedentes de la tradición latina”. Las mismas cuentan con fundaciones florecientes extendidas en todo el mundo con la anuencia de los obispos diocesanos interesados. Sus sacerdotes regentan verdaderas “parroquias no territoriales” en las que se observa estrictamente la liturgia tradicional.

Algunos obispos objetaron que el Motu proprio Ecclesia Dei y las actividades de la Pontificia Comisión homónima estaban referidos exclusivamente a los antiguos miembros de la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X. En 1991, el Cardenal Mayer envió, a este propósito, una carta circular a los obispos de los Estados Unidos, aclarando que el Papa quiso dirigirse a todos los fieles católicos de sensibilidad tradicional “y no sólamente a los seguidores de Monseñor Lefebvre”. Por otra parte, en otra carta, dirigida a la Sociedad Ecclesia Dei de Australia, declaró que los fieles tienen ahora derecho a la misa tradicional. Ya el mismo Juan Pablo II dirigió una significativa alocución (C’est avec joie) a los monjes peregrinos del Monasterio de Santa María Magdalena de Le Barroux (Francia), animándolos en el camino escogido de fidelidad a la Tradición en comunión con el Sucesor de Pedro y poniéndolos como ejemplo a seguir por los miembros de la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X, a quienes hizo un llamado de unión.

En la actualidad, la Pontificia Comisión Ecclesia Dei, presidida por el Cardenal Angelo Felici, desarrolla una fecunda actividad colaborando con los otros dicasterios de la Curia Romana y los obispos para facilitar la normalización de la liturgia tradicional, allí donde hay un legítimo deseo por parte de los sacerdotes y los fieles. El recientemente creado Cardenal Medina Estévez, Pro-prefecto de la Congregación para el Culto Divino, ha declarado públicamente que él recomienda a todos los obispos conceder sin restricciones el indulto para la misa tradicional. Por su parte, las sociedades de vida apostólica y nuevos institutos religiosos de corte tradicional que se van estableciendo proporcionan sacerdotes cualificados para el desarrollo del culto según la liturgia romana clásica.

En resumen, puede decirse que la “misa en latín” no está prohibida. Existe un indulto perpetuo otorgado por San Pío V, el cual no ha sido revocado por la única instancia competente para ello, es decir el Papa. Por si hubiera alguna duda de ello, existe también el indulto de 1984 modificado por el Motu proprio de 1988, cuya aplicación es política actual de la Santa Sede que sea “amplia y generosa”. Y por si ello no bastara, sin necesidad de indulto, existen un derecho adquirido a la Misa tradicional por la costumbre inmemorial. En efecto, hasta 1570, cuando fue codificado por San Pío V en cumplimiento de las disposiciones del Concilio de Trento, el rito romano clásico era una costumbre consolidada por el paso de los siglos. La Bula Quo primum lo único que hizo fue pulirla y darle una adicional fuerza legal. En fin, existe un argumento de orden moral a su favor: no se prohíbe algo sino por su maldad o inconveniencia. Ahora bien, ¿cómo podría ser mala o inconveniente una misa que durante siglos ha alimentado la fe de los católicos, entre ellos innumerables santos?


Bibliografía.-

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