26 de enero de 2007

La conquista de América

El cronista Francisco López de Gómara, que acompañó a Cortés en las expediciones de Méjico, calificó a la conquista de América como “el hecho más grande de la Historia desde la creación del mundo y su redención por el que lo crió” (Historia General de las Indias). Fidel Castro, por el contrario, en el marco de la reciente visita del Papa Juan Pablo II a Cuba, habló del mismo hecho en términos de “genocidio”. No puede haber oposición más categórica entre dos juicios sobre un mismo asunto y ésta ha sido la tónica desde la época en la que Fray Bartolomé de Las Casas suscitó la controversia con su Brevísima Relación de la destrucción de las Indias. Los ditirambos más exaltados y los más frenéticos denuestos han sido dedicados a la obra de España en el Nuevo Mundo. En ocasión del Quinto Centenario del Descubrimiento, en 1992, la ya vieja polémica volvió a galvanizarse y hubo de todo: conmemoraciones oficiales y manifestaciones del más acerbo antihispanismo. Lo curioso del caso es que éstas últimas fueron protagonizadas, entre otros, por no pocos españoles -entre ellos, destacados miembros del clero- atacados por una especie de complejo de culpa. Cabe recordar, por ejemplo, la carta conjunta en la que los obispos del norte de Cataluña entonaban el mea culpa por lo que hizo España en América. Como siempre la verdad hay que buscarla al margen de los apasionamientos y apriorismos. En Historia, además, vale aquello de contra facta non sunt argumenta.

Inglaterra y Holanda, potencias protestantes convertidas no sólo en acérrimas enemigas de España en lo religioso, sino también en competidoras suyas por la supremacía de los mares, contribuyeron decisivamente a forjar la llamada Leyenda Negra, con la cual se buscaba desprestigiar a la tan odiada rival. En el siglo XVI, se presentaba a España como un reino de bárbaros sometidos al terror religioso (la Inquisición) por un tirano fanático y degenerado (Felipe II) y que estaba llevando a cabo una verdadera masacre en las tierras descubiertas por Colón, de las que se había enseñoreado por concesión de un Papa corrupto (Alejandro VI). Desde Londres y Amsterdam Europa fue inundada por libelos y panfletos que contribuyeron a difundir esta tétrica visión de nuestro país, tanto más creíble cuanto que algunos españoles la avalaban, queriéndolo o no, entre ellos Antonio Pérez y Fray Bartolomé de Las Casas. La célebre obra de este último que lleva por nombre Brevísima relación de la destrucción de las Yndias fue el fecundo semillero de la Leyenda Negra en el capítulo relativo a la conquista y colonización de las Indias por España. Conviene, pues, detenerse un poco en torno a la obra y a su autor.

Por de pronto hay que decir que el Padre Las Casas es desmesurado. Sus denuncias adquieren tintes de invectivas furibundas, lo cual denuncia el celo indiscreto del neófito. Recuérdese que Fray Bartolomé no sólo era de familia judeo-conversa (su apellido original era Casaus), sino que también, durante un tiempo, sometió a esclavitud a los indios de la plantación que su padre había establecido en las Antillas y que él heredó. Al hacerse dominico y tomar conciencia de las indudables injusticias cometidas por los encomenderos (lo que puede llamarse su “conversión”), el Padre Las Casas fue presa de una “exaltación mística con consiguiente pérdida del sentido de la realidad” (Menéndez Pidal), que le llevó a inauditas exageraciones. La cifra que da de 20 millones de indígenas muertos por los españoles no resiste el menor análisis. Ciertamente la mortandad fue grande, debida sobre todo a factores que se reseñarán, pero un simple estudio demográfico basta para desbaratar los cálculos lascasianos. Además, en su escrito se hallan entreveradas consejas inverosímiles, como la de que los conquistadores llevaban consigo en sus expediciones indios para darlos en alimento a sus perros de presa. Historietas como ésta, aceptadas tan alegremente, merman la credibilidad más asentada.

Por otra parte, si bien el Padre Las Casas puede a justo título ser reconocido como el gran defensor de los indios (aunque su protesta no fue original, pues ya en 1511 había alzado la suya el Padre Montesinos en Santo Domingo), en cambio aceptó pasivamente y no levantó su voz contra la esclavitud de los negros, que los encomenderos empezaron a importar de los holandeses, hartos de los problemas que les acarreaba la explotación de los indios. ¿No es esto un contrasentido? El “Savonarola del Nuevo Mundo” cedió a la discriminación y con ello perdió parte de su autoridad moral. Como se ve, pues, hay que tomar su testimonio con muchas precauciones. Sin embargo, se lo ha recibido acríticamente y ello ha contribuido a extender la Leyenda Negra. Un mérito sí que debe reconocérsele y es que las protestas airadas del dominico, atendidas con infinita paciencia y sincero interés por el Rey de España, tuvieron por efecto que éste se constituyera en protector de los indios y tomara como propia su causa. Fruto de ello fueron las Leyes de Indias, código ejemplar por su sabiduría y su humanidad, monumento al sentido del derecho que tenían nuestros gobernantes de aquella época.

Hay un hecho que es indiscutible: aunque no en las proporciones gigantescas de las que hablan Las Casas y todos sus epígonos, hubo una disminución drástica de la población indígena de América en ocasión de la llegada del hombre blanco. Los abusos de que aquélla fue objeto por parte de los invasores pudieron constituir una de las causas, pero de ninguna manera fue la mayor ni más determinante. No puede imaginarse que un puñado de conquistadores exterminara a una gran masa de población en el propio medio de ésta, por mucho que dispusieran de medios relativamente superiores como las armas de fuego (neutralizadas por la humedad, que echaba a perder la pólvora) y los caballos (inútiles para acciones guerreras en las selvas tropicales y las grandes alturas montañosas). La muerte no vino en su mayor medida por los conquistadores sino con ellos y vino bajo la forma de agentes patológicos propios del Viejo Mundo y desconocidos en el Nuevo, frente a los cuales no estaban inmunizados los organismos de los nativos, que fueron la abundante carnaza de enfermedades letales para ellos. Estudiosos de la prestigiosa Universidad de Berkeley se ocuparon del asunto y llegaron a la conclusión de que en América se produjo un auténtico shock viral y microbiano que acabó en pocos años con una gran parte de la población, cosa que no es de extrañar si se tiene en cuenta que en el siglo XIV, en tan sólo dos años, la peste negra acabó con 25 millones de personas en Europa (más de la cuarta parte de la población de entonces).

Otra objeción que se ventila es la de que España no tenía por qué ir a conquistar nada en las tierras descubiertas por Colón. Ya ello fue objeto de una de las relecciones teológicas del P. Francisco de Vitoria. A lo sumo, aquélla se debería haber contentado con comerciar pacíficamente con los indios, dejándoles sus propias estructuras políticas, sociales y religiosas. Esto, por supuesto, es una utopía. Todos los grandes Imperios de la Historia se expansionaron por medio de la conquista bélica y no hay pueblo que no la haya practicado cuando ello le ha sido dable. Lo peculiar en el caso de España es que, a diferencia de todas las otras potencias hegemónicas, se planteó la conquista en términos de problema teológico y moral. Que no siempre se resolviera este problema conforme a la justicia no quita nada al mérito de tener escrúpulos después de todo. Para justificar su intervención en las Indias, España aceptó que su misión era, ante todo, espiritual: la de llevar el Evangelio a los infieles. Es por ello por lo que Alejandro VI expidió las bulas que consagraban la soberanía española sobre los nuevos territorios descubiertos. E Isabel la Católica lo hizo constar en su testamento como un deber para sus sucesores. De hecho, detrás de las espadas de los conquistadores, venían las cruces de los misioneros y, aunque los encomenderos descuidaran muchas veces sus deberes espirituales para con los indios por la codicia material, los religiosos siempre velaron por la salud de aquellas almas apenas cristianizadas.

En su gran obra evangelizadora y civilizadora, los misioneros españoles se esforzaron por comprender a los aborígenes y, antes de hacer a éstos hablar en castellano, aprendieron sus lenguas. El primer libro impreso en el Virreinato del Perú fue un Catecismo en quechua, lengua franca de la población andina, para cuyo estudio se fundó una cátedra en la Universidad de San Marcos de Lima, en 1596. De otro lado, la sabiduría secular del Catolicismo, permitió que los indios adoptaran la nueva religión sin traumas, gracias a una sabia transculturación. Evidentemente, no todo fue fácil y hubo que recurrir a las llamadas “extirpaciones de idolatrías”, para desarraigarlos de las prácticas más bárbaras. No se olvide que las religiones precolombinas eran sanguinarias (a despecho de la moderna corriente reivindicacionista de las mismas). En un sólo sacrificio, los sacerdotes mesoamericanos ofrecían hecatombes que llegaban, a veces, a 80.000 víctimas humanas. Los cenotes o pantanos sagrados al pie de las pirámides escalonadas que tanto admiramos son auténticos cementerios de muchedumbres sacrificadas a las feroces deidades nahuas. Los escogidos, generalmente muchachos y doncellas de singular belleza, en lo alto de la construcción, eran cogidos por las extremidades mientras el oficiante les arrancaba el corazón. Los cadáveres, junto con el copal sagrado y otras ofrendas, eran arrojados por las escaleras y rodaban hasta hundirse en las aguas cenagosas. En la religión andina se practicaban también los sacrificios humanos, aunque no en la proporción de la del Antiguo México. Las víctimas peruanas eran muchas veces llevadas espontáneamente al sacrificio por los suyos, pues, al ser inmoladas, se convertían en divinidades menores que tutelaban sus tierras de origen, lo cual constituía un honor para la familia y le acarreaba ventajas materiales. Es famosa Tanta Carhua, “diosa sacrificada” del valle de Recuay. También la momia Juanita, descubierta hace poco, era una víctima propiciatoria.

También hay que considerar que los conquistadores no se impusieron necesariamente y siempre por la fuerza en calidad de invasores. En muchos casos fueron recibidos como liberadores por las poblaciones autóctonas que sufrían el sojuzgamiento de los imperios azteca e incaico, forjados precisamente por medio de la conquista (efectuada, por cierto, con muchos menos miramientos que la española). Cortés y Pizarro hallaron poblaciones divididas por guerras civiles. En el Perú, los españoles fueron bien recibidos por los partidarios del legítimo emperador Huáscar, asesinado por orden de su hermanastro Atahualpa, contra quien se hallaban en lucha y con cuyo poder querían acabar. Estos indios guerrearon codo a codo con sus supuestos invasores por una causa que creían justa y les abrieron las puertas, así que mucha violencia no debieron ejercer éstos sobre aquéllos. También habría que considerar que, en imperios despóticos y monolíticos como lo eran los precolombinos, en los cuales el monarca lo era todo, el cuerpo social, privado de su cabeza, se desmoronó sin que los conquistadores tuvieran mucha parte en ello. De otro lado, el fatalismo característico de aquellos pueblos les hizo aceptar, en muchos casos, de forma pasiva la ocupación de los extranjeros, en quienes veían a los dioses blancos barbados que debían llegar por mar para inaugurar los nuevos tiempos, según una creencia extendida y arraigada entre los aborígenes.

En cuanto a los logros de la conquista española, baste echar una ojeada sobre Iberoamérica. España no consideró nunca a las Indias como colonias ni las trató como tales. El monarca español era Hispaniarum et Indiarum Rex (Rey de España y de las Indias). El conquistador tendía a considerar las nuevas tierras no como una factoría que explotar, sino como su propia casa y gustaba de reproducir en ellas su patria de origen. Apelativos como Nueva España, Nueva Castilla, Nueva Granada, Nueva Andalucía, Nueva León, etc. tenían el sentido de considerar las Indias como un segundo hogar. En los Virreinatos americanos se produjo la conjunción, el encuentro de dos culturas. España fue el vehículo de la gran tradición grecolatina, incorporando a ella a todo aquel mundo hasta entonces cerrado que era América, pero de ésta recibió también valiosas aportaciones: es lo que se ha llamado el mestizaje, cuyos frutos están a la vista: una inmensa población que reclama su doble filiación europea e india, una cultura y un arte peculiares y de gran belleza (cuya expresión máxima es aquella maravillosa versión indígena del Barroco que es la Escuela Cuzqueña de Pintura), una comunidad de religión y de lengua que es un ejemplo para el mundo. En ningún rincón de Hispanoamérica se podrá hallar una reserva de indios, como en Norteamérica, donde sí fueron exterminados porque no interesaba la asimilación. Los dialectos autóctonos conviven pacíficamente con el castellano, que se ha aclimatado muy bien en cada uno de los países que forman el rosario de naciones hispánicas.

La obra de España en América es como un gran lienzo, con sus luces y sus sombras. No puede negarse que hubo abusos intolerables, pero tampoco puede borrarse de un plumazo lo positivo. Quizás, una de las grandes aportaciones de esta epopeya, es que, a partir de ella, Europa hubo de repensarse a sí misma y se abrió a los tiempos modernos. Ante estas constataciones, la Leyenda Negra no queda sino como un intento mezquino de escamotear a España sus méritos ante la Historia.

Bibliografía.-

Egaña, Lopetegui y otros: Historia de la Iglesia en la América Española, 2 vols., BAC (Madrid, 1965); Harth-Terré, Emilio: Razón de Patria, Editorial Pomaro (Lima, 1980); Messori, Vittorio: Pensare la Storia, 8ª ed., San Paolo (Torino, 1995); Powell, Dr.: Árbol de Odio; Riva-Agüero y Osma, José de la: Afirmación del Perú, Pontificia Universidad Católica del Perú (Lima, 1960).

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