26 de enero de 2007

Pío XII

Si hay un papa polémico en nuestra época ése es sin duda Pío XII (1939-1958), a quien tocó regir la Iglesia Católica en un período especialmente difícil. Su pontificado sigue siendo todavía el más largo desde la muerte de León XIII (1903), que reinó veinticinco años. Es probable que Juan Pablo II supere los diecinueve años, siete meses y siete días que ocupó la sede de Pedro el romano Eugenio Maria Pacelli. Cuando estas páginas se escriben quedan todavía algunas semanas para que el papa venido del Este se haga con el récord de su ilustre predecesor. Pero difícilmente podrá superarle en el odio y la maledicencia que su figura histórica concita. Todos los Romanos Pontífices son siempre objeto de acusaciones. Así, por ejemplo, San Pío X era un fanático, Pío XI un déspota, Pablo VI un hombre contradictorio. De Juan Pablo II se dice, entre otras cosas, que es megalómano... Pero es Pío XII sobre el que se ha cebado con especial intensidad la infamia, hasta el punto que, incluso para los mismos católicos se ha convertido en un personaje incómodo. Pruebas al canto: durante su viaje de 1996 a Alemania, el actual papa pronunció un discurso en Berlín acerca del papel desempeñado por la Iglesia contra el nazismo. Originalmente, el texto del mismo contenía explícitas referencias a la postura antinazi de Pío XII. Pues bien, ellas fueron pasadas por alto, sin que se sepa exactamente quién fue el responsable de tan lamentable omisión, que mereció un lúcido comentario del insigne periodista y escritor italiano Indro Montanelli.

Lo curioso es que, cuando el 9 de octubre de 1958 murió el Papa Pacelli, las declaraciones que sobre él hicieron los personajes relevantes de entonces fueron unánimemente laudatorias. Inclusive, gente ajena a la Iglesia, como el Presidente Eisenhower, metodista convencido, lamentaron la pérdida de aquel a quien consideraban “una luz en el mundo”. Cinco años después, una formidable tormenta propagandística se alzaba contra su memoria. A los más rendidos elogios sucedieron los denuestos más acerbos. Todo empezó el 20 de febrero de 1963, fecha del estreno mundial en Berlín de una pieza teatral del joven y hasta entonces desconocido escritor alemán Rolf Hochhuth: Die Stellvertreter (El Vicario). En ella, presentada como “drama cristiano” aparece un Pío XII cómplice, por su silencio, de las atrocidades cometidas en los campos de exterminio por el nazismo, al que no se atrevió a condenar abiertamente. El que había sido venerado como un gran hombre resultaba ser sólo un gran hipócrita. Como puede comprenderse, la obra causó un gran escándalo. Sólo entre 1963 y 1964 fue estrenado El Vicario en los principales escenarios de Suiza, Francia (en traducción de Jorge Semprún), Gran Bretaña, Austria, Estados Unidos, Holanda, Italia e Israel (donde, sin embargo, la pieza hubo de superar los graves obstáculos de la censura y, sobre todo, la oposición del Ministerio de Asuntos Exteriores, cuyo titular era Golda Meir, la cual no hizo nunca un secreto de su admiración a toda prueba por Pío XII y se hallaba, al parecer, en posesión de documentación favorable al denigrado Pontífice).

La primera reacción del público, sobre todo católico, fue de rechazo a la visión que del Papa ofrecía Rolf Hochhuth. En realidad, se trataría del típico panfleto anticatólico y antipapal propio de un autor cuya familia era de origen protestante. Al paso de esta interpretación salieron de inmediato algunos sostenedores de la “honestidad” de Hochhuth, tales como el ya citado Semprún y Jacques Nobécourt, para quienes éste no tuvo ninguna intención malévola de descrédito de la figura de Pío XII, toda vez que, en El Vicario, el personaje del Pontífice es representativo de todos los cristianos. Así, la obra sería simplemente un revulsivo de la conciencia católica sin ninguna connotación antirreligiosa, la requisitoria sincera de un hombre honesto que se interroga sobre los problemas de su tiempo. Tanta inocencia es desmentida, empero, por el propio Hochhuth en el epílogo de su pieza, en el que, alarmado por la eventualidad de la beatificación y canonización de Pío XII (puesta de relieve por Corrado Pallemberg en un libro suyo sobre el Vaticano), traza rápidamente un retrato muy poco halagüeño del Papa Pacelli en base a testimonios sacados de su intención y contexto. Significativamente, recuerda que uno de los epígrafes que sirven de portada a El Vicario es la cita de Sören Kierkegaard tomada de un folleto que éste publicó contra la beatificación del obispo danés Mynster. O sea: El Vicario, en última instancia, es un alegato que debe servir para impedir en el futuro que Pío XII suba a los altares.

En substancia, ¿cuáles son las acusaciones que se dirigen a Pío XII y que tomaron pie con el estreno de El Vicario? Se dice que, por su formación intelectual y por su larga estancia en Alemania como Nuncio primero en Baviera y después en Berlín, Pacelli era un germanófilo incondicional. Los más estrechos colaboradores de Pacelli eran todos alemanes: Mons. Kaas, el P. Leiber, su confesor el P. Bea (luego Cardenal) y su gobernanta la Madre Pascalina Lenhert, de modo que en su círculo más íntimo se hablaba alemán. Ello explicaría su proclividad a mostrarse indulgente frente al totalitarismo hitleriano, tan afin a su carácter de autoritaria disciplina. De hecho, parece ser que Pío XII, apenas ascendido al solio, archivó sin publicarla una encíclica póstuma de su predecesor Pío XI, en la que éste condenaba sin ambages al fascismo y al nacionalsocialismo y que no había visto la luz por haberle sobrevenido la muerte a su autor. El flamante Papa se hallaba más preocupado por salvaguardar el concordato subscrito con el Reich -del cual era el artífice- que por la cada vez más evidente inhumanidad del régimen alemán. Una vez estallada la Segunda Guerra Mundial, no sólo no censuró a Hitler por haberla provocado invadiendo injustamente Polonia, sino que sistemáticamente guardó silencio frente a las tropelías nazis, de las cuales estaba puntualmente informado por su diplomacia, la más eficiente del mundo. Lo peor fue que no condenara el feroz antisemitismo del que hizo gala el gobierno de la cruz gamada y especialmente la política de exterminio sistemático en los distintos campos de concentración. Por otra parte, la obsesión anticomunista de Pío XII le hacía contemplar a Hitler como una útil baza contra Stalin, siendo el nazismo preferible al comunismo, su auténtica bête noire.

Vayamos por partes. Es cierto que los Papas, en cuanto hombres, están sujetos a simpatías y antipatías terrenales. Pío XII era ciertamente un hombre de cultura germánica como Pablo VI fue, más tarde, un hombre de cultura francesa. Pero de ahí a decir que uno era germanófilo y el otro francófilo, con la connotación de toma incondicional de partido que dichos apelativos conllevan, hay una notable diferencia. Pío XII apreciaba Alemania y el sentido de orden y disciplina de sus gentes, pero también era un admirador de los Estados Unidos desde la época de su viaje a ese país en 1936, habiendo cultivado la amistad de su Presidente Franklin D. Roosevelt. El círculo del Santo Padre era predominantemente alemán, pero entre sus íntimos se hallaba también un prelado norteamericano: Francis Spellman, a quien hizo Cardenal en 1946. Ahora bien, no hay nada tan diferente al carácter tudesco como el estadounidense. La leyenda de la germanofilia papal fue alimentada por el competidor de Pacelli desde los tiempos en que ambos servían en la Curia Romana bajo Pío XI: el Cardenal francés Eugenio Tisserant, notorio chauvinista que nunca escondió la poca simpatía que le inspiraba aquel que había sido definido por el Káiser Guillermo II como “perfecto modelo de un prelado eminente de la Iglesia Católica”.

En cuanto a la que podríamos denominar la “encíclica fantasma” de Pío XI, todo se mueve en el terreno de la conjetura, sin que se hayan ofrecido pruebas tangibles de la existencia de un borrador o minuta. Lo que se sabe es que el Papa Ratti había preparado un discurso que leería el 11 de febrero de 1939, delante de los obispos italianos convocados a Roma para la conmmemoración del X aniversario de los Pactos Lateranenses. En él hacía una enérgica denuncia del régimen fascista y de las violaciones por parte de éste del Tratado de 1929. Pío XI esperaba poder llevar a cabo este rotundo acto a pesar de lo delicado de su salud y había rogado a sus médicos que le mantuvieran vivo por lo menos hasta la fecha indicada, pero su corazón debilitado no resistió tanto y se paró la víspera. En unas Memorias del Cardenal Tisserant, publicadas póstumamente por su secretario Mons. Roch, se dice que Mussolini, sabedor de las intenciones de Pío XI, se había valido del Doctor Petacci, padre de su amante Claretta, para eliminarlo mediante una inyección letal, especie que fue desmentida rotundamente por el Cardenal Carlo Confalonieri, que había sido camarero de aquel Papa y velado constantemente a su cabecera durante su última enfermedad. Por otra parte, ya había habido sendas condenaciones solemnes del fascismo italiano en 1931 con la Encíclica Non abbiamo bisogno y del nazismo en 1937, cuando fue publicada la Mit brennender Sorge, cuya paternidad atribuyó el mismo Pío XI a su Cardenal Secretario de Estado: Pacelli. Y es que era éste quien mejor conocía tan perniciosa doctrina, habiendo sido uno de los pocos que se tomó el trabajo de estudiarla en su principal fuente: el libro Mein Kampf , que escribió Hitler en la prisión tras el fracasado putsch de Munich. Pío XI y Pacelli fueron, pues, los primeros en advertir al mundo del peligro nazi por la misma época en la que Chamberlain y Churchill no escondían una cierta admiración por el Führer.

Que Pío XII quisiera mantener en lo posible el Concordato con la Alemania de Hitler era natural, ya que se trataba del único soporte legal con el que contaba la Iglesia Católica en el Reich, que la hostigaba constantemente y, en cambio, promovía abiertamente como religión de Estado la llamada Iglesia Evangélica Alemana, de raiz luterana y que se mostró ciegamente obsecuente con el nazismo, hasta el punto que hizo suyas las leyes raciales, no admitiendo miembros que no pertenecieran a la raza aria. De haber Roma denunciado el Concordato unilateralmente, la Iglesia alemana hubiera quedado por completo a merced de Hitler -que no quería otra cosa- y, en cambio, no hubiera mejorado, sino todo lo contrario, la condición de los perseguidos. Mientras subsistiese la plataforma concordataria, el Papa podría aún comunicarse con los obispos de la órbita alemana y mantenerlos en la unidad católica para bien de los fieles. Ello no quiere decir que Pío XII estuviese dispuesto a pagar cualquier precio. Además, el Concordato no podía ser tan malo desde que, acabada la guerra y vencido el nazismo, fue el modelo sobre el que se calcó el nuevo Concordato con la República Federal de Alemania.

En relación con los supuestos “silencios” de Pío XII frente al nazismo hay que hacer unas cuantas precisiones. Primera: el Papa se hallaba aislado, rodeado su minúsculo Estado por un país en manos de un gobierno hostil y más tarde ocupado por los alemanes. Las comunicaciones telefónicas y telegráficas estaban intervenidas y las noticias difundidas por la radio eran confusas y, en todo caso, no podían ser contrastadas. Cierto es que a Pío XII llegaron algunas informaciones alarmantes, sobre todo a través del representante personal de Roosevelt Myron Taylor y de algunos personajes que lograron burlar el cerco nazifascista en que se hallaba el Vaticano. Pero, ¿hasta qué punto eran fiables y no se trataba de armas de propaganda bélica? ¿Por qué los líderes políticos mundiales y la Cruz Roja Internacional no denunciaban lo que estaba pasando, siendo que estarían mejor informados que el Papa? Por otra parte, también llegaban testimonios de atrocidades cometidas por los bolcheviques. De hacer, pues, condenas explícitas, había que referirse a todos los bandos y no a uno sólo. Pero ello, sin duda, no hubiera agradado a los Aliados de Stalin. En realidad, la llamada “solución final” del problema judío, es decir el exterminio, no fue decidida por su promotor Heydrich sino en 1942. Hasta entonces no se hablaba sino de “deportación”, palabra que sólo en 1941 substituyó a la eufemística “emigración”. La realidad de la hecatombe no fue conocida, sin embargo, en toda su horrible magnitud sino con la entrada de las tropas aliadas en los campos de exterminio hacia el final de la guerra.

Segundo. ¿De qué hubiera servido una condena formal y explícita de Hitler o hasta la excomunión que algunos pedían para él a Pío XII? La experiencia había demostrado que cada vez que los Obispos católicos elevaban alguna protesta contra las tropelías alemanas, se recrudecía la represión de los inocentes. Pasó, por ejemplo, en Holanda. Cuando los prelados condenaron la ocupación y sus crueles métodos, especialmente la deportación de los judíos, se estrechó el cerco contra éstos y, además, fueron buscados los católicos de raza hebrea, siendo hecha prisionera entonces la insigne Edith Stein, a la que su hábito de carmelita no salvó de acabar asesinada en Auschwitz. Es de notar que fueron sólo los católicos los hostigados, ya que las confesiones protestantes se apresuraron a desmarcarse de la condena episcopal referida para no atraer sobre sí las represalias nazis. Si ello era así, es comprensible que el Papa optara por la vía diplomática para no provocar inútilmente a Alemania. Lo contrario hubiera, sin duda, redundado en el prestigio personal del Vicario de Cristo, pero hubiera previsiblemente perjudicado a los principales interesados. Ya lo había dicho el propio Pío XII al Embajador Alfieri a propósito de los sucesos de Polonia, el 13 de mayo de 1940: “Nosotros debemos lanzar palabras de fuego contra semejantes hechos. No tenemos temor de acabar, si fuera el caso, en un campo de concentración o en manos hostiles. Sólo nos retiene el saber que, si hablásemos, haríamos aún más duras las condiciones de aquellos desdichados”. En cuanto a una eventual excomunión, lo más probable es que Hitler se hubiese reído de ella.

Tercero. El “silencio” de Pío XII sirvió para camuflar la extensa red humanitaria que bajo el manto de la Iglesia Católica operó eficazmente “bajo las narices” de los nazis y salvó nada menos que a 800.000 personas. En el Vaticano funcionaba día y noche una oficina, a cargo de Mons. Montini (luego Pablo VI) y la Madre Pascualina, que coordinaba las acciones de ayuda a los refugiados, especialmente judíos. Los palacios apostólicos, las basílicas, iglesias y conventos y los edificios extraterritoriales sirvieron de escondite a muchísima gente a la que aguardaba una muerte segura. Innumerables pasaportes fueron extendidos en nombre del Estado Vaticano a favor de personas que ni siquiera eran católicas. Hubo hasta una versión clerical de “Pimpinela Escarlata”: el famoso Padre O’Flaherty, que logró arrancar muchas víctimas a sus verdugos mediante los más increíbles expedientes. Gracias a que el abastecimiento de la Santa Sede estaba asegurado, se pudo alimentar a toda la muchedumbre que constituía la inusual población del pequeño reino del Papa. Pío XII, pues, demostró con su actitud que era más práctico “callarse” y trabajar subterráneamente que hacerse el héroe y cosechar el aplauso del mundo a costa de la vida de los que peligraban y tenían sus esperanzas puestas en él. Pero hay más.

Se sabe que el Papa daba su apoyo a una organización secreta llamada Die schwarze Kapelle (la Orquesta Negra), conformada por distinguidas personalidades alemanas, cuyo objeto era acabar con Hitler. Como se sabe, la doctrina católica admite el tiranicidio bajo estas tres condiciones: cuando no hay otra forma de librarse del gobernante perverso, si existe probabilidad de éxito y mientras no se cause un mal mayor que aquel que se quiere erradicar. Los miembros más destacados de la Orquesta Negra eran: el General Ludwig Beck, el Almirante Canaris, Jefe del Servicio Secreto Alemán, el teólogo luterano Dietrich Bonhoeffer y el oficial católico Conde Von Stauffenberg. El enlace con el Santo Padre era el abogado muniqués Josef Müller, antiguo amigo suyo, que había sido consejero legal de Pacelli en la nunciatura y posteriormente en la Secretaría de Estado. Se trataba de un decidido opositor del nazismo, habiendo conocido en 1934 las cárceles de la Gestapo. Fue enrolado en el Servicio Secreto por Canaris y se comunicaba con el Papa a través del P. Leiber. En 1940, cuando el desmoronamiento de Francia parecía que hacía peligrar gravemente a Inglaterra, Pío XII se puso en contacto con el gobierno británico a través del embajador D’Arcy Osborne, a fin de darle a conocer los planes de la Resistencia alemana encarnada en la Orquesta Negra o sea: la eliminación de Hitler y la cesación de la guerra. Cuando la conspiración estaba a punto, el Estado Mayor alemán se hizo cobardemente atrás haciéndola fracasar. D’Arcy Osborne, no conociendo hasta qué punto era eficiente la organización, calificó entonces de “imprudente e ingenuamente conspiradora” la acción del Papa, que no se detuvo allí, sino que se extendió hasta 1944, año del atentado más famoso contra Hitler, llevado a cabo por Stauffenberg el 20 de julio y, desgraciadamente, abortado, lo que determinó el final de la Orquesta Negra. 4.500 personas, la casi totalidad de sus miembros, fueron conducidas a la muerte, salvándose sólo cinco o seis afortunados, entre ellos Josef Müller, a quien Pío XII recibió en larga audiencia el 30 de abril de 1945.

Vale la pena referirse a un episodio que demuestra la sensibilidad del Santo Padre hacia los judíos. En plena ocupación de Roma, se dispuso una deportación masiva de habitantes del ghetto a los campos de concentración del norte de Europa. Las autoridades alemanas se mostraron dispuestas a revocar la orden a cambio de un exorbitante rescate en oro. Reunido todo el metal precioso que pudo aportar la comunidad hebrea, se comprobó que no era suficiente y que faltaba poco menos que la mitad para llegar a la cuota exigida. Entonces, el Gran Rabino de Roma, Israel Zolli, acudió a Pío XII en demanda de ayuda. El Papa no dudó un instante y mandó fundir cálices, copones y otras piezas del Tesoro Vaticano para completar el rescate. Así pudo ser pagado éste a los invasores y se salvaron las vidas amenazadas de los judíos de Roma. Dato interesante y que se soslaya muchas veces es que, al finalizar la guerra, el Gran Rabino Zolli pidió el bautismo. El gesto caritativo del Papa había sido para él la señal de la verdad de la religión de ese Jesús a quien hasta entonces no había reconocido como el Mesías. En 1946, en la Basílica de Santa María de los Ángeles y de los Mártires, construida sobre las Termas de Diocleciano, recibía las aguas de la regeneración cambiando su nombre de Israel por el de Eugenio en homenaje a Pío XII, cuyo nombre de pila era Eugenio.

Una última cuestión es la de una supuesta obsesión anticomunista, que habría llevado al Papa no sólo a ver al nazismo como un mal menor frente al peligro representado por la Rusia soviética de Stalin, sino incluso a manifestar una cierta simpatía hacia aquél. Lo sugirió el escritor Saul Friedlander en un libro aparecido para apoyar documentalmente la ficción de Hochhuth y que lleva por título Pío XII y el III Reich. En él aporta como presunta prueba el conjunto de relaciones del embajador alemán ante la Santa Sede Ernst von Weizsäcker, que éste enviaba regularmente a Berlín y en los cuales aparece el Papa como un simpatizante de la causa alemana y un decidido enemigo del comunismo. Con lo que Friedlander no contó es que von Weizsäcker, a fuer de católico, quería evitar a toda costa que Pío XII fuera malquisto por Hitler y por ello falseó sus informes, a los que Robert Graham, en su libro El Vaticano y el nazismo, califica como “los documentos más conscientemente trucados de la historia de la diplomacia moderna”. La razón es que Hitler planeaba seriamente secuestrar al Papa y confinarlo en Liechtenstein, como reveló el General de las S.S. Wolf, muy estimado por el Führer y encargado por él de poner en ejecución el plan. Wolf, no obstante, consiguió disuadir al tirano, pero el peligro fue real, hasta el punto de que el propio Pontífice reunió a los cardenales presentes en Roma para advertirles sobre la eventualidad de ser hecho prisionero por los alemanes, en cuyo caso los desligaba del juramento de lealtad y les instaba a huir y elegir nuevo Papa.

La campaña antipacelliana desatada a partir de la puesta en escena y publicación de El Vicario ha tenido gran resonancia hasta nuestros días. Varios libros se han escrito en pro y en contra de la memoria augusta de Pío XII, algunos de ellos de carácter francamente panfletario. En este caso, nada mejor que ir a las fuentes, que fueron felizmente sacadas a la luz por orden de Pablo VI (que había colaborado estrechamente con su predecesor desde la Secretaría de Estado durante los años aciagos): los once volúmenes de las Actes et documents du Saint Siège relatifs à la Seconde Guerre Mondiale. Del mismo Papa es el testimonio emocionado en forma de carta que envió al periódico católico inglés The Tablet en junio de 1963, siendo aún cardenal, antes de entrar al cónclave del que saldría elegido: “la historia, no la artificiosa manipulación de los hechos..., reivindicará la verdad sobre la actuación de Pío XII durante la última guerra en relación con los excesos criminales del régimen nazi, y demostrará cómo aquélla fue vigilante, asidua, desinteresada y valiente dentro del contexto real de los hechos y de las condiciones de esos años”.

En 1968, fue abierto el proceso conjunto para la canonización de Pío XII y Juan XXIII. El prejuicio, la ignorancia y la maledicencia han puesto desde entonces muchos obstáculos en el camino del primero a los altares, y no sólo de parte de sus enemigos declarados. Ya lo había advertido la fiel Madre Pascualina, para quien su Papa era un santo pesara a quien le pesara. Parece ser, sin embargo, de acuerdo con una noticia publicada recientemente por la revista 30 Giorni, que ahora dicho camino se encuentra allanado, habiéndose reactivado los trámites de rigor. Qui vivra verra.



Bibliografía.-

Actes et documents du Saint Siège relatifs à la Seconde Guerre Mondiale (11 vols.), Libreria Editrice Vaticana (Città del Vaticano, 1965-1981); Constantino de Baviera, Príncipe: El Papa, Destino (Barcelona, 1954); Curvers, Alexis: Le Pape outragé, 2ª ed., DMM (Paris, 1988); Espósito, Rosario F.: Processo al Vicario, Saie (Torino, 1964); Friedlander, Saul: Pie XII et le IIIe Reich, Editions du Seuil (Paris, 1964); Galeazzi-Lisi, Riccardo: A la luz y bajo la sombra de Pío XII, Caralt (Barcelona, 1962); Hatch, Alden y Walshe, Seamus: Corona de gloria: Vida del Papa Pío XII, Espasa-Calpe (Madrid, 1958); Hochhuth, Rolf: Le Vicaire, Editions du Seuil (Paris, 1963); Lenhert, Pascalina: Pie XII, mon privilège fût de le servir, Téqui (Paris, 1982) Mattioli, Vincenzo: Gli Ebrei e la Chiesa, Mursia (Milano, 1997); Murphy, Paul I. y Arlington, René: La Popessa, Warner (New York, 1983); Nobécourt, Jacques: El Vicario y la Historia, Vicens-Vives (Barcelona, 1965); Padellaro, Nazareno: Pio XII, Tosi Editore (Roma, 1949); Roche, Mons. Georges: Un Papa ante la Historia, Caralt (Barcelona, 1973); Serrou, Robert: Le pape-roi, Perrin (Paris, 1992); Spinosa, Antonio: Pio XII. L’ultimo Papa, Mondadori (Milano, 1992); Walter, Otto: Pío XII: Su vida y su personalidad, Editorial Lumen (Barcelona, 1943).

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