26 de enero de 2007

Masonería

Alrededor de la Masonería se han tejido las más peregrinas leyendas, a lo cual ha contribuido, sin duda, el secreto del que ella se ha rodeado desde siempre. Conviene, por ello, cribar el trigo de la paja para intentar esclarecer la verdad sobre esta organización. Puede decirse que existe una mitología masónica y una Historia de la Masonería. Nos ocuparemos de ambas. Pero antes comencemos por aclarar la etimología de la palabra. Masonería proviene de masón (maçon en francés; mason en inglés), cuyo significado es el de albañil. Y es que los masones se consideran constructores de un nuevo orden. Pero no adelantemos.

Según la mitología sobre la Masonería fue el propio rey Salomón quien la fundó hace casi tres mil años para emprender la construcción del Templo de Jerusalén. La colosal obra requería de ingentes recursos de los que el Reino de Israel no disponía, por lo que el monarca pidió la ayuda del rey Hiram de Tiro y de Sidón y antiguo amigo de su padre David. Éste proporcionó no sólo las maderas de cedro y de ciprés y las piedras de sillería necesarias, sino que puso a disposición de Salomón un ejército de obreros para la preparación y traslado de los materiales desde el Líbano a Jerusalén y envió a su mejor broncista y arquitecto, el judío Hiram Abí. Los capataces de Salomón estaban repartidos en cien cuadrillas de treinta y tres hombres, lo que hacía un total de tres mil trescientos efectivos para dirigir los trabajos. Aquí se ha querido ver el origen de los treinta y tres grados de la actual Masonería de rito escocés. Cuenta la leyenda que Hiram Abí fue asesinado por una conspiración urdida por los enemigos de Salomón, que no querían ver terminada la obra más importante de su reinado. De hecho, la representación de este episodio forma parte del ritual masónico y simboliza la lucha del obscurantismo contra la Razón, a la que momentáneamente vence. La masonería salomónica habría sido la guardiana de los principios esotéricos de la Sabiduría, cuya llave poseía el Rey Poeta. Balkis, la reina de Saba, fascinada por la fama del Rey, habría intentado apoderarse del secreto mediante la seducción sin conseguirlo. De aquí provendría la original misoginia masónica.

Otra versión legendaria sobre el origen de la Masonería es la que atribuye su fundación a Herodes Agripa I, rey de Judea -investido por Calígula- de 37 a 44 y enemigo acérrimo del cristianismo naciente como su abuelo Herodes el Grande lo había sido de Jesucristo recién nacido. Agripa habría reunido a seis de sus más fieles cortesanos y establecido con ellos una hermandad secreta llamada los Hijos de la Viuda, comprometiéndose todos bajo los más terribles juramentos a una lucha sin cuartel contra los secuaces de Jesús el Galileo. Lo cierto es que el rey promovió una dura persecución contra ellos, en la cual sucumbió al filo de la espada Santiago el de Zebedeo. Poco tiempo después Herodes moría, pero su organización secreta continuó e inclusive sobrevivió a la diáspora, infiltrándose en los gremios de constructores de la Edad Media y hasta en la Orden de Caballería más prestigiosa: la de los Templarios. Recordemos que las grandes catedrales góticas no tienen autor conocido: eran, en efecto, obras de equipo, el cual manejaba y custodiaba celosamente el código secreto de su edificación. No es de extrañar que, recordando las antiguas glorias de Israel, los Hijos de la Viuda evocaran la construcción del Templo y escondieran sus propósitos bajo la clave de dicho código. En cuanto a los Caballeros Templarios, el vínculo con el Templo de Jerusalén, en cuyo emplazamiento tuvieron su sede principal, es obvio. Al ser descubiertos como enemigos ocultos del Cristianismo, gracias al doble proceso pontificio y real que se les instruyó, juraron venganza contra el Altar y el Trono, contra el Papado y la Monarquía, cuyos representantes -Clemente V y Felipe el Hermoso- habían sido los artífices de su desgracia. A este propósito se cita la profecía del Gran Maestre Jacques de Molay en la hoguera, anunciando la Revolución Francesa y la persecución de la Iglesia.

Hasta aquí los datos consignados no pasan de ser sugestivas historietas sin mayor posibilidad de verificación. En el siglo XVI, sin embargo, hay datos ya más sólidos que apuntan a la existencia de una especie de pre-masonería. El Humanismo y el Renacimiento habían ampliado las limitadas perspectivas del espíritu humano a horizontes casi infinitos. Se produce el llamado giro antropocéntrico, que libera a la Filosofía y a las Ciencias de la esclavitud de la Teología. Surgen nuevas interpretaciones de la realidad, pero ellas no están al alcance de los espíritus vulgares. La nueva sabiduría es cosa de elegidos y de iniciados: es esotérica. Entre los más ilustres humanistas corren los Libros Herméticos, especialmente el Pimandro, atribuidos a Hermes Trimegisto, un personaje mezcla de encarnación divina y profeta. Entonces empiezan a surgir sociedades esotéricas, entre las cuales sobresale la de los Rosacruces, fundada en Holanda en la primera mitad del siglo XVII y que constituye el antecedente inmediato de la masonería especulativa.

A finales de la misma centuria se producen dos hechos casi contemporáneos y sin aparente conexión: en Francia, la Revocación del Edicto de Nantes por Luis XIV en 1685 y en Gran Bretaña, la Revolución Gloriosa de 1688. El primero quita a los protestantes franceses la libertad de que gozaban desde Enrique IV y determina su conversión forzosa o su emigración. El segundo es un verdadero golpe de Estado contra el último rey católico de las Islas Británicas, Jacobo II, llevado a cabo por su yerno Guillermo de Orange, Estatúder de Holanda. Pues bien, ambos acontecimientos están íntimamente ligados a la Historia de la Masonería. Veamos. Desde Francia y con el apoyo de su primo el Rey Sol, el exilado Estuardo envió a Inglaterra secretamente a sus agentes para trabajar por su restauración. Con el objeto de pasar desapercibidos, éstos se enrolaron en las corporaciones de constructores y disfrazaron sus proyectos bajo el manto del lenguaje arquitectónico. No se contaba, empero, con la astucia de Guillermo, cuya red de espías descubrió las intrigas jacobitas. En vez de destapar todo el montaje, el holandés fue mucho más sutil: por orden suya, los orangistas infiltráronse en las filas de los agentes católicos, enterándose así de todos sus planes. De esta manera pudo neutralizarse eficazmente la reacción legitimista.

Pero las estructuras de la masonería católica y anti-orangista se habían revelado como un instrumento muy útil de penetración, por lo que sirvieron de modelo a la sociedad secreta fundada en 1717 en Londres por el protestante francés Desaguliers (cuya familia había huido de las dragonnades) y Anderson. En ella se alistaron muchos emigrados franceses que habían abandonado su patria justamente por la revocación. Ésta es la Franc-masonería o Masonería propiamente dicha, que tenía desde el principio un marcado carácter anticatólico, como es natural. Es necesario distinguir esta sociedad de las sectas afines a ella que surgen también en el siglo XVIII, tales como la de los martinistas o la de los Iluminados de Baviera fundados por Weishaupt. Estas últimas son de carácter místico, en tanto que la Masonería es eminentemente especulativa y fundada en la Razón. Todas, empero, tendrán una proyección política decisiva contribuyendo a la ruina del Ancien Régime, el odiado sistema de la alianza entre el Altar y el Trono. La Masonería se extendió por toda Europa y sedujo a los hombres de la Ilustración. Filósofos, escritores, aristócratas y hasta ministros de Estado sucumbieron a su fascinación. Fueron masones aquellos en quienes reposaba el poder en las principales cortes de Europa: Choiseul en Francia, Aranda y Floridablanca en España, Tanucci en Nápoles, Kaunitz en Austria, Pombal en Portugal. No es extraño que todos ellos se empeñaran en lo que fue el primer gran triunfo masón: la supresión de la Compañía de Jesús, avanzada del odiado Pontificado Romano, representante del obscurantismo y la superstición.

En política, la Masonería intervino activamente en tres acontecimientos que marcaron profundamente el cambio de época: la Revolución Americana, la Revolución Francesa y la Emancipación de Hispanoamérica. Los Padres fundadores de los Estados Unidos fueron adeptos de las logias. En el papel moneda norteamericano pueden verse claramente los símbolos fundacionales de la nación que son todos masónicos: el Ser supremo, una pirámide egipcia y el lema “Novus ordo saeclorum” (nuevo orden de los siglos). Las antiguas Trece Colonias, al obtener su independencia, se constituyeron en el primer estado secular de Occidente, en el que la Religión fue por completo relegada a la esfera de los privado. Se reconocía ciertamente la existencia de Dios, pero el Dios de los deístas, el Dios de los masones: el Gran Arquitecto del Universo. El ejemplo estaba dado y pronto cundiría, gracias, sobre todo, a los agentes norteamericanos en París (en particular, Benjamín Franklin), que pusieron de moda la causa de la Independencia y los sentimientos antibritánicos. Las logias europeas trabajaron febrilmente en la preparación concienzuda del siguiente paso: el derrocamiento de la monarquía tradicional en Francia, el baluarte más prestigioso del “despotismo”.

La Revolución Francesa, como se sabe, no fue obra del pueblo; existe una responsabilidad compartida de la alta nobleza y de la burguesía en llevarla a cabo. La primera por su miopía e inconsciencia y la segunda por su ambición y falta de escrúpulos contribuyeron decisivamente a destruir el Ancien Régime, sistema sobre el que, sin embargo, se había fundado la grandeza de Francia, la primera nación de Europa y la más próspera a finales del siglo XVIII. Se puede hablar sin temor a exagerar de un suicidio colectivo, al que se vieron abocados los aristócratas y el pueblo: aquéllos corrompidos por un siglo de libertinaje y descreimiento, que daban alegremente sus nombres a las logias porque eso era de bon ton, sin percatarse que en las trastiendas se conspiraba contra el mundo al que pertenecían; el pueblo, arrastrado por el mal ejemplo de las clases altas en cuyo espejo suele mirarse. Las sociedades secretas no se andaban con bromas: varios años antes del gran estallido ya habían decidido la muerte de Luis XVI y de Gustavo III de Suecia, víctimas expiatorias de la Realeza. Y quien dirigía todo en Francia era nada menos que el primo del Rey y primer príncipe de la sangre: el Duque de Orleáns, cuyo voto iba a ser de los decisivos en la ejecución de su augusto pariente. El resto de la Historia es conocido.

Como se sabe, Napoleón difundió la Revolución por toda Europa con sus ejércitos. En España, la monarquía tradicional seguía contando con la adhesión entusiasta del pueblo. Como en Francia, era el estamento nobiliario el que favorecía la introducción de los fermentos revolucionarios. El afrancesamiento se manifestó en la difusión de las ideas de la Ilustración y, más tarde, en la colaboración con la invasión napoleónica. Con Aranda y Floridablanca se habían multiplicado las logias masónicas en los dos lados del Océano. A través de ellas -que conformaban una eficacísima red- se difundió el ejemplo de la Independencia de las Trece Colonias y de la Revolución en Francia. Los próceres de la Emancipación hispanoamericana pertenecieron a la Masonería: San Martín estaba afiliado a la logia Lautaro, mientras que Bolívar juró la independencia en la Gran Logia de Londres. En los dominios españoles se trató de lo mismo que en Francia: la captura del poder por la burguesía emergente más que la libertad del pueblo, el cual siguió estando sometido, aunque con menos defensas de las que contaba bajo el Antiguo Régimen. La independencia -que, en realidad, fue una guerra civil entre españoles- no favoreció en nada a los mestizos e indios, sino sólo a los criollos, es decir, a los hijos de los peninsulares, nacidos en el Nuevo Mundo.

La paternidad masónica de las nuevas repúblicas americanas queda patente en sus respectivos símbolos patrios, en los que invariablemente se repiten los emblemas de las sociedades secretas: gorros frigios, soles, estrellas, triángulos... América entera, desde el Ártico hasta la Tierra del Fuego se convirtió en un continente masónico. Aquí es curioso referirse al sueño de Bolívar de constituir un poderoso Estado hispanoamericano que hiciera de contrapeso al del norte. Este plan, empero, no entraba en los designios de las logias, a las que interesaba tener un único centro hegemónico en América: los Estados Unidos. El Libertador, desengañado, no sólo renegó de la Masonería sino que la prohibió en los países de los que era gobernante y se empeñó a fondo en la unión panamericana de los antiguos dominios españoles. Desgraciadamente, fracasó. Después de varios atentados fallidos organizados por las logias, murió finalmente en extrañas circunstancias, presumiblemente asesinado, y con él sucumbieron sus sueños. La fragmentación política de la América Hispana fue un hecho, lo que favoreció la supremacía de los Estados Unidos del Norte.

Un hecho muy sugestivo que revela la índole fundamentalmente anticatólica de la Masonería es el distinto cariz que ésta adopta según los países en los que se halla establecida. En el Norte de Europa y en los estados anglosajones, de religión protestante, las logias se muestran piadosas y colaboradoras con las iglesias nacionales y respetuosas del orden establecido. En la Europa Católica y en Hispanoamérica, ellas son, en cambio, rabiosamente anticlericales y conspiradoras. Buena prueba de ello lo son las revoluciones de 1820, 1830 y 1848, que, preparadas por la Masonería y sus afines (como la Carbonería), significativamente sólo afectaron a los estados católicos (España, Francia, Piamonte, Parma, el Estado de la Iglesia, Toscana, las Dos Sicilias, Baviera, Austria). En España, no sólo se produjo la desamortización de los bienes de la Iglesia, sino que se decidió el derribamiento de los Borbones, para reemplazarlos por una dinastía obsecuente con las logias. El artífice del cambio fue el General Prim, destacado masón, quien acabó siendo asesinado por sus correligionarios al haber querido sacudirse su control, que se le había revelado demasiado oneroso. La expoliación de los Estados Pontificios y la instauración de una república antirreligiosa en Francia fueron también logros masónicos.

Sería demasiado prolijo referirse en detalle a la participación que la Masonería tuvo en los movimientos revolucionarios contemporáneos. Algunos han negado sus conexiones con el socialismo marxista, basados en que aquélla es elitista y burguesa y éste es lo contrario. Sin embargo, recuérdese que los masones acogieron a Marx en Londres, apoyándole en la constitución del Partido Comunista y en la fundación de la Primera Internacional. Son innegables, por otra parte, los nexos masónicos con los revolucionarios bolcheviques, gracias a los cuales, pudo Lenin atravesar Alemania en un tren sellado con destino a Rusia y Trotsky allegar los recursos financieros necesarios para organizar la Revolución aportados por la gran Banca. Que después los comunistas se deshicieran de los masones como de tontos útiles no significa sino que a éstos la criada les salió respondona.

Un episodio interesante y poco conocido de nuestra Historia, que refeleja la influencia de la Masonería es referido por el P. Mateo Crawley-Boevey. Cuenta este religioso que Alfonso XIII le confió los entretelones de la consagración de España al Sagrado Corazón de Jesús, que él realizó en el Cerro de los Ángeles en 1919. Parece ser que el monarca, pocos días antes del acto, recibió la visita de una delegación de masones, que le exhortó a no llevarlo a cabo. A cambio, se le aseguraba un reinado largo y sin sobresaltos. El Rey escuchó impasible y, al final, respondió cortésmente que de todos modos haría la consagración. La delegación se marchó molesta no sin antes advertir a Alfonso XIII que con esa actitud sellaba su destino. Como se sabe, el soberano hubo de salir de España y murió en el exilio. Lo cierto de todo esto es que la Masonería participó activamente en la gestación de la Segunda República y en la completa descatolización de España, simbolizada en la frase de Azaña: “España ha dejado de ser católica”.

La posición de la Iglesia Católica frente a la Franc-masonería fue neta desde un principio. En fecha tan temprana como 1738, a sólo 21 años de su fundación, ya el Papa Clemente XII, en la Carta Apostólica In eminenti, prohibió a los católicos formar parte de la secta masónica y mandó que los transgresores fueran castigados como sospechosos de herejía. En 1751, Benedicto XIV hizo de ella en la Bula Providas una extensa condenación, que fue reiterada sucesivamente por Pío VII en 1821, León XII en 1825, Gregorio XVI en 1835, Pío IX en 1865 y, por fin, León XIII. Este último publicó en 1884 la Encíclica Humanum genus, en la cual se hace una exposición pormenorizada de la naturaleza y fines de la Masonería y se subraya su carácter esencialemente contrario a la Iglesia, por lo cual es imposible a cualquier católico pertenecer a ella. En el Código de Derecho Canónico de 1917 fue incorporada la pena de excomunión Sanctae Sedi simpliciter reservata para los que dieran “su nombre a la secta masónica o a otras asociaciones del mismo género, que maquinan contra la Iglesia o contra las potestades civiles legítimas” (can. 2335). En el nuevo Código, la excomunión ha sido suprimida, así como la mención expresa de la Masonería. Ahora se castiga con una pena justa -sin determinar- a “quien se inscribe en una asociación que maquina contra la Iglesia” y con el entredicho a “quien promueve o dirige esa asociación” (can. 1375). La Congregación para la Doctrina de la Fe interpretó este canon en el sentido en que la Masonería se hallaba implícitamente incluida en él siempre que se entendiera que persistía en su carácter antirreligioso.

Hoy en día, la Masonería no suscita ya los recelos y reacciones del pasado. Generalmente se presenta como una sociedad de filántropos con fines de beneficiencia y con fama de ser sus afiliados muy solidarios unos con otros. A decir verdad, ha perdido todo aspecto de combatividad anticlerical. Incluso se han llegado a organizar solemnes funerales eclesiásticos por eminentes masones, como fue el caso del Gran Maestre Salat, cuyas exequias se celebraron en la Basílica barcelonesa de Santa María del Mar. ¿Quiere ello decir que la Masonería ha tenido su aggiornamento y ha abandonado su carácter anticatólico? Puede haber sucedido al revés: que la Iglesia haya perdido su carácter antimasónico. Después de todo, si es verdad que eminentes miembros de la Jerarquía Católica han sido o son masones como ha venido sosteniéndose de un tiempo a esta parte, no sería nada de extrañar. De cualquier modo es esto algo que está por demostrar, lo cual será difícil dado el secreto de que la Masonería sigue, a pesar de todo, rodeándose.


Bibliografía.-

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