26 de enero de 2007

Poemas de Marina de Castarlenas

Barcelona, rosa de oro de la Corona de España.
Al posar en ti mis ojos, prisionera quedó el alma
de tus montes y tus valles, de tus campos y tus playas,
de este mar, lago de ensueño, que amoroso está a tus plantas.
Barcelona, ama y señora, de virtudes legendarias,
con emocion te prometo, bella ciudad catalana,
recordarte con amor, llevarte siempre en el alma.
Barcelona, rosa de oro de la Corona de España.

(Marina de Castarlenas)



No quiero ser para ti una mujer como todas,
lindas muñecas de carne, carne de seda y de rosa,
bella escultura de mármol con perfumes de magnolia.
Yo quiero ser para ti sombra de tu misma sombra,
el afán de tus suspiros, de tu rosal ser la rosa,
el amor de tus amores, el laurel de tu corona,
ser tónica y cadencia del pregón de tu victoria.
Ser el todo en tu vida ¡No quiero ser otra cosa!

(Marina de Castarlenas)

El “Titanic”

Eran las 11:40 de la noche del 14 de abril de 1912. Por aguas del Atlántico Norte, a unos 700 kilómetros al sur de Nueva Escocia (Canadá), navegaba a la velocidad de 22 nudos (sólo 2 o 3 por debajo de la máxima), el transatlántico más grande del mundo: el S.S. Titanic, de la compañía británica White Star Lines. En ese preciso momento, uno de los vigías se percata de la presencia, a 600 metros a proa, de un gran bloque de hielo flotante. Avisado el puente, el oficial de guardia da la orden inmediata de virar a babor y dar la marcha atrás, con el fin de evitar una colisión que, sin embargo, aparece inevitable, dado el desplazamiento del barco (más de 46.000 toneladas) y la velocidad, francamente excesiva en una zona especialmente peligrosa dada la presencia de icebergs. En efecto, treinta y siete segundos después de haberse dado la voz de alarma, el Titanic es fatalmente rozado por la montaña helada, que, al pasar longitudinalmente por su casco debajo de la línea de flotación, produce grietas que comunican los compartimentos estancos, haciendo inútil el bombeo del agua que va entrando sin cesar. En cuestión de dos horas y cuarenta minutos se hundió el formidable buque, llevándose consigo las vidas de más de 1.500 personas, de las 2.228 que iban a bordo entre pasaje y tripulación. Sólo se salvaron las 705 que pudieron ganar los botes salvavidas, en total unos 20 con capacidad para 65 pasajeros, insuficientes para salvar a todos, y que aún así iban llenos sólo a mitad.

Mientras el Titanic comenzaba su largo sueño a casi cuatro kilómetros de profundidad, el mundo quedaba horrorizado por la magnitud y lo inesperado de la catástrofe. Era un campanillazo de advertencia a aquella sociedad despreocupada de la Belle Époque, que entre valses, polkas y cotillones vivía su gaie Apocalypse. De ahí a poco, en 1914, los disparos efectuados por Gavrilo Prinzip en Sarajevo, no sólo matarían al kronprinz austrohúngaro Francisco Fernando y a su esposa, sino las ilusiones y expectativas de unas generaciones excesivamente optimistas e infatuadas por la fe ciega en el progreso. El siglo XIX, positivista y descreído, había hecho de la Ciencia un tótem. La expansión colonial de las grandes potencias había generado una gran riqueza que los herederos de las grandes fortunas exhibían y disipaban con insolencia. La expresión plástica de aquellas décadas -Art Nouveau en Francia, Liberty en Gran Bretaña, Estados Unidos e Italia y Modernismo en España- da fe del grado de refinamiento alcanzado, par al de corrupción moral soterrada bajo apariencias de convénance, que haría célebre el dicho de “vicios privados, públicas virtudes”. Los grandes inventos -especialmente el automóvil, el telégrafo y el teléfono- hacían concebir a la Humanidad una confianza ilimitada en ella misma. Los grandes derrochaban y los pequeños iban a la conquista de la tierra prometida, que manaba leche y miel. Todo ese mundo iba en el Titanic.

El barco, símbolo perfecto de aquella época y de su mentalidad prepotente, era el orgullo de todos: de sus propietarios, de sus constructores, de sus pasajeros, de todos aquellos que se agolpaban en los muelles y a lo largo de las costas para ver su soberbio paso surcando las aguas, en desafío abierto a las fuerzas de la Naturaleza. El Atlántico siempre había infundido un sacro respeto, un temor reverencial: no en vano había cobrado desde tiempos inmemoriales -cuando era conocido como el tenebroso Mar de los Sargazos- su constante tributo de víctimas. Pero ahora, se estaba en el siglo XX y el Hombre se sentía capaz de todo. Edward J. Smith, marino de brillante carrera, a quien tocaría la suerte de ser el capitán del fatídico transatlántico, decía en 1907: “No puedo imaginar ninguna circunstancia que pueda hacer que un barco se hunda... La ingeniería naval ha superado ese riesgo”. Algunos periódicos de aquel tiempo, al hablar con entusiasmo desbordante del Titanic, llegaron a escribir una blasfemia: ni Dios podría hundirlo. Cuando, durante su viaje inaugural, herido de muerte por un iceberg, se precipitó para siempre en los abismos oceánicos, muchos tuvieron ocasión de preguntarse si todo no había sido un castigo a la vanidad de los hombres por quererse hacerse como dioses y proclamarlo con tan inaudito descaro, tentación tan antigua como el mundo.

Esta es la reflexión moral que se puede hacer más allá de los aspectos anecdóticos y hasta apasionantes que encierra el relato del hundimiento más famoso de la Historia y que, a pesar de haber transcurrido más de ochenta y cinco años, sigue ejerciendo su fascinación hoy en día, como lo prueba el éxito rotundo de taquilla de la colosal producción cinematográfica que recrea una vez más el episodio. Para terminar, vale la pena llamar la atención sobre la circunstancia de que el celebérrimo Titanic llevaba precisamente un nombre que evoca un capítulo importante de la Mitología griega: la rebelión de los Titanes, hijos de Urano y Gea, contra los dioses. Después de una lucha sin cuartel, al pretender escalar el Olimpo para enseñorearse de la divina morada, fueron fulminados por los rayos de Zeus y precipitados en el Tártaro por las fuerzas desencadenadas de la Naturaleza, aliadas del padre de los dioses. ¿No es sugestivo?


Bibliografía.-

Lord, Walter: A night to remember; Selecciones: Grandes desastres, Reader’s Digest (México, 1990).

La conquista de América

El cronista Francisco López de Gómara, que acompañó a Cortés en las expediciones de Méjico, calificó a la conquista de América como “el hecho más grande de la Historia desde la creación del mundo y su redención por el que lo crió” (Historia General de las Indias). Fidel Castro, por el contrario, en el marco de la reciente visita del Papa Juan Pablo II a Cuba, habló del mismo hecho en términos de “genocidio”. No puede haber oposición más categórica entre dos juicios sobre un mismo asunto y ésta ha sido la tónica desde la época en la que Fray Bartolomé de Las Casas suscitó la controversia con su Brevísima Relación de la destrucción de las Indias. Los ditirambos más exaltados y los más frenéticos denuestos han sido dedicados a la obra de España en el Nuevo Mundo. En ocasión del Quinto Centenario del Descubrimiento, en 1992, la ya vieja polémica volvió a galvanizarse y hubo de todo: conmemoraciones oficiales y manifestaciones del más acerbo antihispanismo. Lo curioso del caso es que éstas últimas fueron protagonizadas, entre otros, por no pocos españoles -entre ellos, destacados miembros del clero- atacados por una especie de complejo de culpa. Cabe recordar, por ejemplo, la carta conjunta en la que los obispos del norte de Cataluña entonaban el mea culpa por lo que hizo España en América. Como siempre la verdad hay que buscarla al margen de los apasionamientos y apriorismos. En Historia, además, vale aquello de contra facta non sunt argumenta.

Inglaterra y Holanda, potencias protestantes convertidas no sólo en acérrimas enemigas de España en lo religioso, sino también en competidoras suyas por la supremacía de los mares, contribuyeron decisivamente a forjar la llamada Leyenda Negra, con la cual se buscaba desprestigiar a la tan odiada rival. En el siglo XVI, se presentaba a España como un reino de bárbaros sometidos al terror religioso (la Inquisición) por un tirano fanático y degenerado (Felipe II) y que estaba llevando a cabo una verdadera masacre en las tierras descubiertas por Colón, de las que se había enseñoreado por concesión de un Papa corrupto (Alejandro VI). Desde Londres y Amsterdam Europa fue inundada por libelos y panfletos que contribuyeron a difundir esta tétrica visión de nuestro país, tanto más creíble cuanto que algunos españoles la avalaban, queriéndolo o no, entre ellos Antonio Pérez y Fray Bartolomé de Las Casas. La célebre obra de este último que lleva por nombre Brevísima relación de la destrucción de las Yndias fue el fecundo semillero de la Leyenda Negra en el capítulo relativo a la conquista y colonización de las Indias por España. Conviene, pues, detenerse un poco en torno a la obra y a su autor.

Por de pronto hay que decir que el Padre Las Casas es desmesurado. Sus denuncias adquieren tintes de invectivas furibundas, lo cual denuncia el celo indiscreto del neófito. Recuérdese que Fray Bartolomé no sólo era de familia judeo-conversa (su apellido original era Casaus), sino que también, durante un tiempo, sometió a esclavitud a los indios de la plantación que su padre había establecido en las Antillas y que él heredó. Al hacerse dominico y tomar conciencia de las indudables injusticias cometidas por los encomenderos (lo que puede llamarse su “conversión”), el Padre Las Casas fue presa de una “exaltación mística con consiguiente pérdida del sentido de la realidad” (Menéndez Pidal), que le llevó a inauditas exageraciones. La cifra que da de 20 millones de indígenas muertos por los españoles no resiste el menor análisis. Ciertamente la mortandad fue grande, debida sobre todo a factores que se reseñarán, pero un simple estudio demográfico basta para desbaratar los cálculos lascasianos. Además, en su escrito se hallan entreveradas consejas inverosímiles, como la de que los conquistadores llevaban consigo en sus expediciones indios para darlos en alimento a sus perros de presa. Historietas como ésta, aceptadas tan alegremente, merman la credibilidad más asentada.

Por otra parte, si bien el Padre Las Casas puede a justo título ser reconocido como el gran defensor de los indios (aunque su protesta no fue original, pues ya en 1511 había alzado la suya el Padre Montesinos en Santo Domingo), en cambio aceptó pasivamente y no levantó su voz contra la esclavitud de los negros, que los encomenderos empezaron a importar de los holandeses, hartos de los problemas que les acarreaba la explotación de los indios. ¿No es esto un contrasentido? El “Savonarola del Nuevo Mundo” cedió a la discriminación y con ello perdió parte de su autoridad moral. Como se ve, pues, hay que tomar su testimonio con muchas precauciones. Sin embargo, se lo ha recibido acríticamente y ello ha contribuido a extender la Leyenda Negra. Un mérito sí que debe reconocérsele y es que las protestas airadas del dominico, atendidas con infinita paciencia y sincero interés por el Rey de España, tuvieron por efecto que éste se constituyera en protector de los indios y tomara como propia su causa. Fruto de ello fueron las Leyes de Indias, código ejemplar por su sabiduría y su humanidad, monumento al sentido del derecho que tenían nuestros gobernantes de aquella época.

Hay un hecho que es indiscutible: aunque no en las proporciones gigantescas de las que hablan Las Casas y todos sus epígonos, hubo una disminución drástica de la población indígena de América en ocasión de la llegada del hombre blanco. Los abusos de que aquélla fue objeto por parte de los invasores pudieron constituir una de las causas, pero de ninguna manera fue la mayor ni más determinante. No puede imaginarse que un puñado de conquistadores exterminara a una gran masa de población en el propio medio de ésta, por mucho que dispusieran de medios relativamente superiores como las armas de fuego (neutralizadas por la humedad, que echaba a perder la pólvora) y los caballos (inútiles para acciones guerreras en las selvas tropicales y las grandes alturas montañosas). La muerte no vino en su mayor medida por los conquistadores sino con ellos y vino bajo la forma de agentes patológicos propios del Viejo Mundo y desconocidos en el Nuevo, frente a los cuales no estaban inmunizados los organismos de los nativos, que fueron la abundante carnaza de enfermedades letales para ellos. Estudiosos de la prestigiosa Universidad de Berkeley se ocuparon del asunto y llegaron a la conclusión de que en América se produjo un auténtico shock viral y microbiano que acabó en pocos años con una gran parte de la población, cosa que no es de extrañar si se tiene en cuenta que en el siglo XIV, en tan sólo dos años, la peste negra acabó con 25 millones de personas en Europa (más de la cuarta parte de la población de entonces).

Otra objeción que se ventila es la de que España no tenía por qué ir a conquistar nada en las tierras descubiertas por Colón. Ya ello fue objeto de una de las relecciones teológicas del P. Francisco de Vitoria. A lo sumo, aquélla se debería haber contentado con comerciar pacíficamente con los indios, dejándoles sus propias estructuras políticas, sociales y religiosas. Esto, por supuesto, es una utopía. Todos los grandes Imperios de la Historia se expansionaron por medio de la conquista bélica y no hay pueblo que no la haya practicado cuando ello le ha sido dable. Lo peculiar en el caso de España es que, a diferencia de todas las otras potencias hegemónicas, se planteó la conquista en términos de problema teológico y moral. Que no siempre se resolviera este problema conforme a la justicia no quita nada al mérito de tener escrúpulos después de todo. Para justificar su intervención en las Indias, España aceptó que su misión era, ante todo, espiritual: la de llevar el Evangelio a los infieles. Es por ello por lo que Alejandro VI expidió las bulas que consagraban la soberanía española sobre los nuevos territorios descubiertos. E Isabel la Católica lo hizo constar en su testamento como un deber para sus sucesores. De hecho, detrás de las espadas de los conquistadores, venían las cruces de los misioneros y, aunque los encomenderos descuidaran muchas veces sus deberes espirituales para con los indios por la codicia material, los religiosos siempre velaron por la salud de aquellas almas apenas cristianizadas.

En su gran obra evangelizadora y civilizadora, los misioneros españoles se esforzaron por comprender a los aborígenes y, antes de hacer a éstos hablar en castellano, aprendieron sus lenguas. El primer libro impreso en el Virreinato del Perú fue un Catecismo en quechua, lengua franca de la población andina, para cuyo estudio se fundó una cátedra en la Universidad de San Marcos de Lima, en 1596. De otro lado, la sabiduría secular del Catolicismo, permitió que los indios adoptaran la nueva religión sin traumas, gracias a una sabia transculturación. Evidentemente, no todo fue fácil y hubo que recurrir a las llamadas “extirpaciones de idolatrías”, para desarraigarlos de las prácticas más bárbaras. No se olvide que las religiones precolombinas eran sanguinarias (a despecho de la moderna corriente reivindicacionista de las mismas). En un sólo sacrificio, los sacerdotes mesoamericanos ofrecían hecatombes que llegaban, a veces, a 80.000 víctimas humanas. Los cenotes o pantanos sagrados al pie de las pirámides escalonadas que tanto admiramos son auténticos cementerios de muchedumbres sacrificadas a las feroces deidades nahuas. Los escogidos, generalmente muchachos y doncellas de singular belleza, en lo alto de la construcción, eran cogidos por las extremidades mientras el oficiante les arrancaba el corazón. Los cadáveres, junto con el copal sagrado y otras ofrendas, eran arrojados por las escaleras y rodaban hasta hundirse en las aguas cenagosas. En la religión andina se practicaban también los sacrificios humanos, aunque no en la proporción de la del Antiguo México. Las víctimas peruanas eran muchas veces llevadas espontáneamente al sacrificio por los suyos, pues, al ser inmoladas, se convertían en divinidades menores que tutelaban sus tierras de origen, lo cual constituía un honor para la familia y le acarreaba ventajas materiales. Es famosa Tanta Carhua, “diosa sacrificada” del valle de Recuay. También la momia Juanita, descubierta hace poco, era una víctima propiciatoria.

También hay que considerar que los conquistadores no se impusieron necesariamente y siempre por la fuerza en calidad de invasores. En muchos casos fueron recibidos como liberadores por las poblaciones autóctonas que sufrían el sojuzgamiento de los imperios azteca e incaico, forjados precisamente por medio de la conquista (efectuada, por cierto, con muchos menos miramientos que la española). Cortés y Pizarro hallaron poblaciones divididas por guerras civiles. En el Perú, los españoles fueron bien recibidos por los partidarios del legítimo emperador Huáscar, asesinado por orden de su hermanastro Atahualpa, contra quien se hallaban en lucha y con cuyo poder querían acabar. Estos indios guerrearon codo a codo con sus supuestos invasores por una causa que creían justa y les abrieron las puertas, así que mucha violencia no debieron ejercer éstos sobre aquéllos. También habría que considerar que, en imperios despóticos y monolíticos como lo eran los precolombinos, en los cuales el monarca lo era todo, el cuerpo social, privado de su cabeza, se desmoronó sin que los conquistadores tuvieran mucha parte en ello. De otro lado, el fatalismo característico de aquellos pueblos les hizo aceptar, en muchos casos, de forma pasiva la ocupación de los extranjeros, en quienes veían a los dioses blancos barbados que debían llegar por mar para inaugurar los nuevos tiempos, según una creencia extendida y arraigada entre los aborígenes.

En cuanto a los logros de la conquista española, baste echar una ojeada sobre Iberoamérica. España no consideró nunca a las Indias como colonias ni las trató como tales. El monarca español era Hispaniarum et Indiarum Rex (Rey de España y de las Indias). El conquistador tendía a considerar las nuevas tierras no como una factoría que explotar, sino como su propia casa y gustaba de reproducir en ellas su patria de origen. Apelativos como Nueva España, Nueva Castilla, Nueva Granada, Nueva Andalucía, Nueva León, etc. tenían el sentido de considerar las Indias como un segundo hogar. En los Virreinatos americanos se produjo la conjunción, el encuentro de dos culturas. España fue el vehículo de la gran tradición grecolatina, incorporando a ella a todo aquel mundo hasta entonces cerrado que era América, pero de ésta recibió también valiosas aportaciones: es lo que se ha llamado el mestizaje, cuyos frutos están a la vista: una inmensa población que reclama su doble filiación europea e india, una cultura y un arte peculiares y de gran belleza (cuya expresión máxima es aquella maravillosa versión indígena del Barroco que es la Escuela Cuzqueña de Pintura), una comunidad de religión y de lengua que es un ejemplo para el mundo. En ningún rincón de Hispanoamérica se podrá hallar una reserva de indios, como en Norteamérica, donde sí fueron exterminados porque no interesaba la asimilación. Los dialectos autóctonos conviven pacíficamente con el castellano, que se ha aclimatado muy bien en cada uno de los países que forman el rosario de naciones hispánicas.

La obra de España en América es como un gran lienzo, con sus luces y sus sombras. No puede negarse que hubo abusos intolerables, pero tampoco puede borrarse de un plumazo lo positivo. Quizás, una de las grandes aportaciones de esta epopeya, es que, a partir de ella, Europa hubo de repensarse a sí misma y se abrió a los tiempos modernos. Ante estas constataciones, la Leyenda Negra no queda sino como un intento mezquino de escamotear a España sus méritos ante la Historia.

Bibliografía.-

Egaña, Lopetegui y otros: Historia de la Iglesia en la América Española, 2 vols., BAC (Madrid, 1965); Harth-Terré, Emilio: Razón de Patria, Editorial Pomaro (Lima, 1980); Messori, Vittorio: Pensare la Storia, 8ª ed., San Paolo (Torino, 1995); Powell, Dr.: Árbol de Odio; Riva-Agüero y Osma, José de la: Afirmación del Perú, Pontificia Universidad Católica del Perú (Lima, 1960).

Pío XII

Si hay un papa polémico en nuestra época ése es sin duda Pío XII (1939-1958), a quien tocó regir la Iglesia Católica en un período especialmente difícil. Su pontificado sigue siendo todavía el más largo desde la muerte de León XIII (1903), que reinó veinticinco años. Es probable que Juan Pablo II supere los diecinueve años, siete meses y siete días que ocupó la sede de Pedro el romano Eugenio Maria Pacelli. Cuando estas páginas se escriben quedan todavía algunas semanas para que el papa venido del Este se haga con el récord de su ilustre predecesor. Pero difícilmente podrá superarle en el odio y la maledicencia que su figura histórica concita. Todos los Romanos Pontífices son siempre objeto de acusaciones. Así, por ejemplo, San Pío X era un fanático, Pío XI un déspota, Pablo VI un hombre contradictorio. De Juan Pablo II se dice, entre otras cosas, que es megalómano... Pero es Pío XII sobre el que se ha cebado con especial intensidad la infamia, hasta el punto que, incluso para los mismos católicos se ha convertido en un personaje incómodo. Pruebas al canto: durante su viaje de 1996 a Alemania, el actual papa pronunció un discurso en Berlín acerca del papel desempeñado por la Iglesia contra el nazismo. Originalmente, el texto del mismo contenía explícitas referencias a la postura antinazi de Pío XII. Pues bien, ellas fueron pasadas por alto, sin que se sepa exactamente quién fue el responsable de tan lamentable omisión, que mereció un lúcido comentario del insigne periodista y escritor italiano Indro Montanelli.

Lo curioso es que, cuando el 9 de octubre de 1958 murió el Papa Pacelli, las declaraciones que sobre él hicieron los personajes relevantes de entonces fueron unánimemente laudatorias. Inclusive, gente ajena a la Iglesia, como el Presidente Eisenhower, metodista convencido, lamentaron la pérdida de aquel a quien consideraban “una luz en el mundo”. Cinco años después, una formidable tormenta propagandística se alzaba contra su memoria. A los más rendidos elogios sucedieron los denuestos más acerbos. Todo empezó el 20 de febrero de 1963, fecha del estreno mundial en Berlín de una pieza teatral del joven y hasta entonces desconocido escritor alemán Rolf Hochhuth: Die Stellvertreter (El Vicario). En ella, presentada como “drama cristiano” aparece un Pío XII cómplice, por su silencio, de las atrocidades cometidas en los campos de exterminio por el nazismo, al que no se atrevió a condenar abiertamente. El que había sido venerado como un gran hombre resultaba ser sólo un gran hipócrita. Como puede comprenderse, la obra causó un gran escándalo. Sólo entre 1963 y 1964 fue estrenado El Vicario en los principales escenarios de Suiza, Francia (en traducción de Jorge Semprún), Gran Bretaña, Austria, Estados Unidos, Holanda, Italia e Israel (donde, sin embargo, la pieza hubo de superar los graves obstáculos de la censura y, sobre todo, la oposición del Ministerio de Asuntos Exteriores, cuyo titular era Golda Meir, la cual no hizo nunca un secreto de su admiración a toda prueba por Pío XII y se hallaba, al parecer, en posesión de documentación favorable al denigrado Pontífice).

La primera reacción del público, sobre todo católico, fue de rechazo a la visión que del Papa ofrecía Rolf Hochhuth. En realidad, se trataría del típico panfleto anticatólico y antipapal propio de un autor cuya familia era de origen protestante. Al paso de esta interpretación salieron de inmediato algunos sostenedores de la “honestidad” de Hochhuth, tales como el ya citado Semprún y Jacques Nobécourt, para quienes éste no tuvo ninguna intención malévola de descrédito de la figura de Pío XII, toda vez que, en El Vicario, el personaje del Pontífice es representativo de todos los cristianos. Así, la obra sería simplemente un revulsivo de la conciencia católica sin ninguna connotación antirreligiosa, la requisitoria sincera de un hombre honesto que se interroga sobre los problemas de su tiempo. Tanta inocencia es desmentida, empero, por el propio Hochhuth en el epílogo de su pieza, en el que, alarmado por la eventualidad de la beatificación y canonización de Pío XII (puesta de relieve por Corrado Pallemberg en un libro suyo sobre el Vaticano), traza rápidamente un retrato muy poco halagüeño del Papa Pacelli en base a testimonios sacados de su intención y contexto. Significativamente, recuerda que uno de los epígrafes que sirven de portada a El Vicario es la cita de Sören Kierkegaard tomada de un folleto que éste publicó contra la beatificación del obispo danés Mynster. O sea: El Vicario, en última instancia, es un alegato que debe servir para impedir en el futuro que Pío XII suba a los altares.

En substancia, ¿cuáles son las acusaciones que se dirigen a Pío XII y que tomaron pie con el estreno de El Vicario? Se dice que, por su formación intelectual y por su larga estancia en Alemania como Nuncio primero en Baviera y después en Berlín, Pacelli era un germanófilo incondicional. Los más estrechos colaboradores de Pacelli eran todos alemanes: Mons. Kaas, el P. Leiber, su confesor el P. Bea (luego Cardenal) y su gobernanta la Madre Pascalina Lenhert, de modo que en su círculo más íntimo se hablaba alemán. Ello explicaría su proclividad a mostrarse indulgente frente al totalitarismo hitleriano, tan afin a su carácter de autoritaria disciplina. De hecho, parece ser que Pío XII, apenas ascendido al solio, archivó sin publicarla una encíclica póstuma de su predecesor Pío XI, en la que éste condenaba sin ambages al fascismo y al nacionalsocialismo y que no había visto la luz por haberle sobrevenido la muerte a su autor. El flamante Papa se hallaba más preocupado por salvaguardar el concordato subscrito con el Reich -del cual era el artífice- que por la cada vez más evidente inhumanidad del régimen alemán. Una vez estallada la Segunda Guerra Mundial, no sólo no censuró a Hitler por haberla provocado invadiendo injustamente Polonia, sino que sistemáticamente guardó silencio frente a las tropelías nazis, de las cuales estaba puntualmente informado por su diplomacia, la más eficiente del mundo. Lo peor fue que no condenara el feroz antisemitismo del que hizo gala el gobierno de la cruz gamada y especialmente la política de exterminio sistemático en los distintos campos de concentración. Por otra parte, la obsesión anticomunista de Pío XII le hacía contemplar a Hitler como una útil baza contra Stalin, siendo el nazismo preferible al comunismo, su auténtica bête noire.

Vayamos por partes. Es cierto que los Papas, en cuanto hombres, están sujetos a simpatías y antipatías terrenales. Pío XII era ciertamente un hombre de cultura germánica como Pablo VI fue, más tarde, un hombre de cultura francesa. Pero de ahí a decir que uno era germanófilo y el otro francófilo, con la connotación de toma incondicional de partido que dichos apelativos conllevan, hay una notable diferencia. Pío XII apreciaba Alemania y el sentido de orden y disciplina de sus gentes, pero también era un admirador de los Estados Unidos desde la época de su viaje a ese país en 1936, habiendo cultivado la amistad de su Presidente Franklin D. Roosevelt. El círculo del Santo Padre era predominantemente alemán, pero entre sus íntimos se hallaba también un prelado norteamericano: Francis Spellman, a quien hizo Cardenal en 1946. Ahora bien, no hay nada tan diferente al carácter tudesco como el estadounidense. La leyenda de la germanofilia papal fue alimentada por el competidor de Pacelli desde los tiempos en que ambos servían en la Curia Romana bajo Pío XI: el Cardenal francés Eugenio Tisserant, notorio chauvinista que nunca escondió la poca simpatía que le inspiraba aquel que había sido definido por el Káiser Guillermo II como “perfecto modelo de un prelado eminente de la Iglesia Católica”.

En cuanto a la que podríamos denominar la “encíclica fantasma” de Pío XI, todo se mueve en el terreno de la conjetura, sin que se hayan ofrecido pruebas tangibles de la existencia de un borrador o minuta. Lo que se sabe es que el Papa Ratti había preparado un discurso que leería el 11 de febrero de 1939, delante de los obispos italianos convocados a Roma para la conmmemoración del X aniversario de los Pactos Lateranenses. En él hacía una enérgica denuncia del régimen fascista y de las violaciones por parte de éste del Tratado de 1929. Pío XI esperaba poder llevar a cabo este rotundo acto a pesar de lo delicado de su salud y había rogado a sus médicos que le mantuvieran vivo por lo menos hasta la fecha indicada, pero su corazón debilitado no resistió tanto y se paró la víspera. En unas Memorias del Cardenal Tisserant, publicadas póstumamente por su secretario Mons. Roch, se dice que Mussolini, sabedor de las intenciones de Pío XI, se había valido del Doctor Petacci, padre de su amante Claretta, para eliminarlo mediante una inyección letal, especie que fue desmentida rotundamente por el Cardenal Carlo Confalonieri, que había sido camarero de aquel Papa y velado constantemente a su cabecera durante su última enfermedad. Por otra parte, ya había habido sendas condenaciones solemnes del fascismo italiano en 1931 con la Encíclica Non abbiamo bisogno y del nazismo en 1937, cuando fue publicada la Mit brennender Sorge, cuya paternidad atribuyó el mismo Pío XI a su Cardenal Secretario de Estado: Pacelli. Y es que era éste quien mejor conocía tan perniciosa doctrina, habiendo sido uno de los pocos que se tomó el trabajo de estudiarla en su principal fuente: el libro Mein Kampf , que escribió Hitler en la prisión tras el fracasado putsch de Munich. Pío XI y Pacelli fueron, pues, los primeros en advertir al mundo del peligro nazi por la misma época en la que Chamberlain y Churchill no escondían una cierta admiración por el Führer.

Que Pío XII quisiera mantener en lo posible el Concordato con la Alemania de Hitler era natural, ya que se trataba del único soporte legal con el que contaba la Iglesia Católica en el Reich, que la hostigaba constantemente y, en cambio, promovía abiertamente como religión de Estado la llamada Iglesia Evangélica Alemana, de raiz luterana y que se mostró ciegamente obsecuente con el nazismo, hasta el punto que hizo suyas las leyes raciales, no admitiendo miembros que no pertenecieran a la raza aria. De haber Roma denunciado el Concordato unilateralmente, la Iglesia alemana hubiera quedado por completo a merced de Hitler -que no quería otra cosa- y, en cambio, no hubiera mejorado, sino todo lo contrario, la condición de los perseguidos. Mientras subsistiese la plataforma concordataria, el Papa podría aún comunicarse con los obispos de la órbita alemana y mantenerlos en la unidad católica para bien de los fieles. Ello no quiere decir que Pío XII estuviese dispuesto a pagar cualquier precio. Además, el Concordato no podía ser tan malo desde que, acabada la guerra y vencido el nazismo, fue el modelo sobre el que se calcó el nuevo Concordato con la República Federal de Alemania.

En relación con los supuestos “silencios” de Pío XII frente al nazismo hay que hacer unas cuantas precisiones. Primera: el Papa se hallaba aislado, rodeado su minúsculo Estado por un país en manos de un gobierno hostil y más tarde ocupado por los alemanes. Las comunicaciones telefónicas y telegráficas estaban intervenidas y las noticias difundidas por la radio eran confusas y, en todo caso, no podían ser contrastadas. Cierto es que a Pío XII llegaron algunas informaciones alarmantes, sobre todo a través del representante personal de Roosevelt Myron Taylor y de algunos personajes que lograron burlar el cerco nazifascista en que se hallaba el Vaticano. Pero, ¿hasta qué punto eran fiables y no se trataba de armas de propaganda bélica? ¿Por qué los líderes políticos mundiales y la Cruz Roja Internacional no denunciaban lo que estaba pasando, siendo que estarían mejor informados que el Papa? Por otra parte, también llegaban testimonios de atrocidades cometidas por los bolcheviques. De hacer, pues, condenas explícitas, había que referirse a todos los bandos y no a uno sólo. Pero ello, sin duda, no hubiera agradado a los Aliados de Stalin. En realidad, la llamada “solución final” del problema judío, es decir el exterminio, no fue decidida por su promotor Heydrich sino en 1942. Hasta entonces no se hablaba sino de “deportación”, palabra que sólo en 1941 substituyó a la eufemística “emigración”. La realidad de la hecatombe no fue conocida, sin embargo, en toda su horrible magnitud sino con la entrada de las tropas aliadas en los campos de exterminio hacia el final de la guerra.

Segundo. ¿De qué hubiera servido una condena formal y explícita de Hitler o hasta la excomunión que algunos pedían para él a Pío XII? La experiencia había demostrado que cada vez que los Obispos católicos elevaban alguna protesta contra las tropelías alemanas, se recrudecía la represión de los inocentes. Pasó, por ejemplo, en Holanda. Cuando los prelados condenaron la ocupación y sus crueles métodos, especialmente la deportación de los judíos, se estrechó el cerco contra éstos y, además, fueron buscados los católicos de raza hebrea, siendo hecha prisionera entonces la insigne Edith Stein, a la que su hábito de carmelita no salvó de acabar asesinada en Auschwitz. Es de notar que fueron sólo los católicos los hostigados, ya que las confesiones protestantes se apresuraron a desmarcarse de la condena episcopal referida para no atraer sobre sí las represalias nazis. Si ello era así, es comprensible que el Papa optara por la vía diplomática para no provocar inútilmente a Alemania. Lo contrario hubiera, sin duda, redundado en el prestigio personal del Vicario de Cristo, pero hubiera previsiblemente perjudicado a los principales interesados. Ya lo había dicho el propio Pío XII al Embajador Alfieri a propósito de los sucesos de Polonia, el 13 de mayo de 1940: “Nosotros debemos lanzar palabras de fuego contra semejantes hechos. No tenemos temor de acabar, si fuera el caso, en un campo de concentración o en manos hostiles. Sólo nos retiene el saber que, si hablásemos, haríamos aún más duras las condiciones de aquellos desdichados”. En cuanto a una eventual excomunión, lo más probable es que Hitler se hubiese reído de ella.

Tercero. El “silencio” de Pío XII sirvió para camuflar la extensa red humanitaria que bajo el manto de la Iglesia Católica operó eficazmente “bajo las narices” de los nazis y salvó nada menos que a 800.000 personas. En el Vaticano funcionaba día y noche una oficina, a cargo de Mons. Montini (luego Pablo VI) y la Madre Pascualina, que coordinaba las acciones de ayuda a los refugiados, especialmente judíos. Los palacios apostólicos, las basílicas, iglesias y conventos y los edificios extraterritoriales sirvieron de escondite a muchísima gente a la que aguardaba una muerte segura. Innumerables pasaportes fueron extendidos en nombre del Estado Vaticano a favor de personas que ni siquiera eran católicas. Hubo hasta una versión clerical de “Pimpinela Escarlata”: el famoso Padre O’Flaherty, que logró arrancar muchas víctimas a sus verdugos mediante los más increíbles expedientes. Gracias a que el abastecimiento de la Santa Sede estaba asegurado, se pudo alimentar a toda la muchedumbre que constituía la inusual población del pequeño reino del Papa. Pío XII, pues, demostró con su actitud que era más práctico “callarse” y trabajar subterráneamente que hacerse el héroe y cosechar el aplauso del mundo a costa de la vida de los que peligraban y tenían sus esperanzas puestas en él. Pero hay más.

Se sabe que el Papa daba su apoyo a una organización secreta llamada Die schwarze Kapelle (la Orquesta Negra), conformada por distinguidas personalidades alemanas, cuyo objeto era acabar con Hitler. Como se sabe, la doctrina católica admite el tiranicidio bajo estas tres condiciones: cuando no hay otra forma de librarse del gobernante perverso, si existe probabilidad de éxito y mientras no se cause un mal mayor que aquel que se quiere erradicar. Los miembros más destacados de la Orquesta Negra eran: el General Ludwig Beck, el Almirante Canaris, Jefe del Servicio Secreto Alemán, el teólogo luterano Dietrich Bonhoeffer y el oficial católico Conde Von Stauffenberg. El enlace con el Santo Padre era el abogado muniqués Josef Müller, antiguo amigo suyo, que había sido consejero legal de Pacelli en la nunciatura y posteriormente en la Secretaría de Estado. Se trataba de un decidido opositor del nazismo, habiendo conocido en 1934 las cárceles de la Gestapo. Fue enrolado en el Servicio Secreto por Canaris y se comunicaba con el Papa a través del P. Leiber. En 1940, cuando el desmoronamiento de Francia parecía que hacía peligrar gravemente a Inglaterra, Pío XII se puso en contacto con el gobierno británico a través del embajador D’Arcy Osborne, a fin de darle a conocer los planes de la Resistencia alemana encarnada en la Orquesta Negra o sea: la eliminación de Hitler y la cesación de la guerra. Cuando la conspiración estaba a punto, el Estado Mayor alemán se hizo cobardemente atrás haciéndola fracasar. D’Arcy Osborne, no conociendo hasta qué punto era eficiente la organización, calificó entonces de “imprudente e ingenuamente conspiradora” la acción del Papa, que no se detuvo allí, sino que se extendió hasta 1944, año del atentado más famoso contra Hitler, llevado a cabo por Stauffenberg el 20 de julio y, desgraciadamente, abortado, lo que determinó el final de la Orquesta Negra. 4.500 personas, la casi totalidad de sus miembros, fueron conducidas a la muerte, salvándose sólo cinco o seis afortunados, entre ellos Josef Müller, a quien Pío XII recibió en larga audiencia el 30 de abril de 1945.

Vale la pena referirse a un episodio que demuestra la sensibilidad del Santo Padre hacia los judíos. En plena ocupación de Roma, se dispuso una deportación masiva de habitantes del ghetto a los campos de concentración del norte de Europa. Las autoridades alemanas se mostraron dispuestas a revocar la orden a cambio de un exorbitante rescate en oro. Reunido todo el metal precioso que pudo aportar la comunidad hebrea, se comprobó que no era suficiente y que faltaba poco menos que la mitad para llegar a la cuota exigida. Entonces, el Gran Rabino de Roma, Israel Zolli, acudió a Pío XII en demanda de ayuda. El Papa no dudó un instante y mandó fundir cálices, copones y otras piezas del Tesoro Vaticano para completar el rescate. Así pudo ser pagado éste a los invasores y se salvaron las vidas amenazadas de los judíos de Roma. Dato interesante y que se soslaya muchas veces es que, al finalizar la guerra, el Gran Rabino Zolli pidió el bautismo. El gesto caritativo del Papa había sido para él la señal de la verdad de la religión de ese Jesús a quien hasta entonces no había reconocido como el Mesías. En 1946, en la Basílica de Santa María de los Ángeles y de los Mártires, construida sobre las Termas de Diocleciano, recibía las aguas de la regeneración cambiando su nombre de Israel por el de Eugenio en homenaje a Pío XII, cuyo nombre de pila era Eugenio.

Una última cuestión es la de una supuesta obsesión anticomunista, que habría llevado al Papa no sólo a ver al nazismo como un mal menor frente al peligro representado por la Rusia soviética de Stalin, sino incluso a manifestar una cierta simpatía hacia aquél. Lo sugirió el escritor Saul Friedlander en un libro aparecido para apoyar documentalmente la ficción de Hochhuth y que lleva por título Pío XII y el III Reich. En él aporta como presunta prueba el conjunto de relaciones del embajador alemán ante la Santa Sede Ernst von Weizsäcker, que éste enviaba regularmente a Berlín y en los cuales aparece el Papa como un simpatizante de la causa alemana y un decidido enemigo del comunismo. Con lo que Friedlander no contó es que von Weizsäcker, a fuer de católico, quería evitar a toda costa que Pío XII fuera malquisto por Hitler y por ello falseó sus informes, a los que Robert Graham, en su libro El Vaticano y el nazismo, califica como “los documentos más conscientemente trucados de la historia de la diplomacia moderna”. La razón es que Hitler planeaba seriamente secuestrar al Papa y confinarlo en Liechtenstein, como reveló el General de las S.S. Wolf, muy estimado por el Führer y encargado por él de poner en ejecución el plan. Wolf, no obstante, consiguió disuadir al tirano, pero el peligro fue real, hasta el punto de que el propio Pontífice reunió a los cardenales presentes en Roma para advertirles sobre la eventualidad de ser hecho prisionero por los alemanes, en cuyo caso los desligaba del juramento de lealtad y les instaba a huir y elegir nuevo Papa.

La campaña antipacelliana desatada a partir de la puesta en escena y publicación de El Vicario ha tenido gran resonancia hasta nuestros días. Varios libros se han escrito en pro y en contra de la memoria augusta de Pío XII, algunos de ellos de carácter francamente panfletario. En este caso, nada mejor que ir a las fuentes, que fueron felizmente sacadas a la luz por orden de Pablo VI (que había colaborado estrechamente con su predecesor desde la Secretaría de Estado durante los años aciagos): los once volúmenes de las Actes et documents du Saint Siège relatifs à la Seconde Guerre Mondiale. Del mismo Papa es el testimonio emocionado en forma de carta que envió al periódico católico inglés The Tablet en junio de 1963, siendo aún cardenal, antes de entrar al cónclave del que saldría elegido: “la historia, no la artificiosa manipulación de los hechos..., reivindicará la verdad sobre la actuación de Pío XII durante la última guerra en relación con los excesos criminales del régimen nazi, y demostrará cómo aquélla fue vigilante, asidua, desinteresada y valiente dentro del contexto real de los hechos y de las condiciones de esos años”.

En 1968, fue abierto el proceso conjunto para la canonización de Pío XII y Juan XXIII. El prejuicio, la ignorancia y la maledicencia han puesto desde entonces muchos obstáculos en el camino del primero a los altares, y no sólo de parte de sus enemigos declarados. Ya lo había advertido la fiel Madre Pascualina, para quien su Papa era un santo pesara a quien le pesara. Parece ser, sin embargo, de acuerdo con una noticia publicada recientemente por la revista 30 Giorni, que ahora dicho camino se encuentra allanado, habiéndose reactivado los trámites de rigor. Qui vivra verra.



Bibliografía.-

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Misa en latín

Aclaremos inmediatamente conceptos. Existen en la Iglesia Católica Romana dos grandes grupos litúrgicos: el rito latino y los ritos orientales. El rito latino es el que rige para toda la Iglesia Occidental, que, por ello, se llama Iglesia de Rito Latino. Su particularidad consiste en que la lengua original de la Liturgia es el latín, aunque, en la práctica, ésta se desarrolle en las distintas lenguas vernáculas de acuerdo con traducciones aprobadas por la Santa Sede. Los ritos orientales abarcan las distintas familias litúrgicas vigentes en los países de Oriente y en las comunidades étnicas originarias de allí pero afincadas en Occidente. La lengua litúrgica varía según los distintos ritos (griego, árabe, eslavo, caldaico, sirio, etc.), pero tienen el rasgo común de su carácter arcaico: por lo general no se trata de la lengua de uso común.

El rito latino tiene actualmente dos variantes: la clásica o tradicional -fijada en el siglo XVI por el Concilio de Trento, pero que se remonta por lo menos al V en sus componentes esenciales- y la moderna o reformada, que data de 1970. Dentro del rito latino clásico -siempre en latín- hay que considerar las siguientes liturgias, que sobrevivieron a la reforma tridentina hasta nuestros días: la romana, la ambrosiana, la mozárabe, la lionesa, la cisterciense, la cartujana, la dominicana y la carmelitana. En cuanto al rito romano reformado, debido al gran margen de libertad que se deja en él al celebrante en la selección de alternativas (especialmente por lo que se refiere a las plegarias eucarísticas en la misa), puede decirse que agrupa una gama muy amplia de combinaciones, sin que pueda hablarse de liturgias predeterminadas. Y ello sin hablar de las diferencias lingüísticas, dado que las lenguas vernáculas han desplazado casi por completo al latín en las celebraciones modernas. No obstante, al hablar de “misa en latín” puede uno referirse tanto al rito clásico como al moderno, siempre que en este último se utilice la lengua de los libros litúrgicos típicos.

Un error muy común consiste en creer que la cuestión de la misa, que se ha planteado a partir de las reformas surgidas después del último concilio por parte de los llamados círculos tradicionalistas, es una mera cuestión de lengua. Mucha gente no llega a comprender por qué tanto interés en el latín, ya que suponen -y suponen mal- que la nueva misa no es más que la traducción de la antigua y encuentran más natural entender lo que se dice en el altar. Todo se reduciría, pues, a una suerte de dilettantismo litúrgico -hasta de esnobismo- propio de personas nostálgicas y apegadas indiscriminadamente al pasado. Sin embargo, no es tan sencillo.

El Concilio Vaticano II, al tratar acerca de la Sagrada Litúrgia en la Constitución Sacrosanctum Concilium (promulgada el 5 de diciembre de 1963), quiso hacer suyas las aportaciones razonables del Movimiento litúrgico, siguiendo por el camino trazado por Pío XII, autor de importantes reformas en la materia, pero que no comprometían lo substancial y considerado hasta entonces intangible. De hecho, el Concilio declaró que “la santa madre Iglesia atribuye igual derecho y honor a todos los ritos legítimamente reconocidos y quiere que en el futuro se conserven y fomenten por todos los medios” (Constitución Sacrosanctum Concilium, n. 4) y aunque daba pie a que se revisaran íntegramente, ello debía llevarse a cabo sólo por necesidad, con prudencia y ateniéndose a la sana tradición. Se promovía una mayor participación de los fieles (lo cual era perfectamente admisible), pero se dejaba claro que se conservaría “el uso de la lengua latina en los ritos latinos, salvo derecho particular” (ibid., n. 36.1) y que la Iglesia reconocía “el canto gregoriano como el propio de la liturgia romana; en igualdad de circunstancias, por lo tanto, hay que darle el primer lugar en las acciones litúrgicas” (ibid., n. 116).

El 25 de enero de 1964, Pablo VI instituyó mediante el Motu proprio Sacram liturgiam, el llamado Consilium ad exsequendam Constitutionem de Sacra Liturgia, es decir el órgano encargado de la aplicación de la constitución conciliar sobre Liturgia, presidido por el Cardenal Lercaro y con el P. Annibale Bugnini como secretario. Este último había sido también secretario de la comisión antepreparatoria conciliar de Liturgia, a la que había llegado presidido por la fama de tener miras avanzadas e ideas radicales de reforma. El Consilium puso manos a la obra sin tener muy en cuenta a la Sagrada Congregación de Ritos. El primer resultado de sus trabajos fue la Instrucción Inter oecumenici, de 26 de septiembre de 1964, “para la exacta aplicación de la Constitución sobre Sagrada Liturgia”. En ella se disponía la primera modificación importante del rito de la Misa, mediante la supresión de algunas partes, la introducción de la plegaria universal de los fieles y el uso de la lengua vernácula en toda la celebración salvo el prefacio y el canon. El 27 de abril de 1965, se autorizó la lengua vernácula también para el prefacio. Con la Instrucción Tres abhinc annos, de 4 de mayo de 1967, se abolió la mayoría de signos de reverencia en la Misa. Todos estos cambios no eran sino el preludio que anunciaba un nuevo rito, que se había estado elaborando en el seno del Consilium con la participación activa de seis pastores protestantes, tal como confirmó el hoy Cardenal Baum. En la Capilla Sixtina, en el marco del Sínodo de los Obispos de 1967, tuvo lugar la celebración-piloto de la llamada Missa normativa, rito que se diferenciaba drásticamente de la misa tradicional católica, hasta el punto que ni siquiera había ofertorio. Sometida a la votación de los Padres sinodales, la Missa normativa no pasó el examen, de modo que el Consilium hubo de pulirla un poco para hacerla aceptable. De hecho fue ese rito retocado el que el Papa promulgaría dos años más tarde.

En efecto, el 3 de abril de 1969, mediante la Constitución Apostólica Missale Romanum, Pablo VI sancionó con su autoridad el Novus Ordo Missae, disponiendo que entrara en vigor a partir de la primera domínica de adviento siguiente, esto es el 30 de noviembre de aquel mismo año. Ahora bien, ¿se trataba de la substitución del antiguo rito por el nuevo, o simplemente de la introducción de un nuevo rito en la Iglesia latina, que coexistiría con todos los demás? Aquí es donde se plantea el problema. Porque no existe en el documento papal de promulgación la fórmula revocatoria del rito precedente. Éste fue fijado por la Bula Quo primum tempore, dada por San Pío V el 14 de julio de 1570, la cual contenía, además, un indulto perpetuo en virtud del cual ningún sacerdote, en cualquier tiempo o lugar, podía ser obligado a decir o cantar la misa de manera diferente a la establecida por la bula. Aquí conviene que quede clara una cosa y es que San Pío V, siguiendo las prescripciones del Concilio Tridentino, no inventó nada, sino que consagró el rito que la Tradición había transmitido, perfeccionándolo, a lo largo de los siglos desde la época patrística. Es por ello por lo que la misa romana clásica sólo impropiamente puede ser denominada tridentina o de San Pío V. Pasa lo contrario con el Novus Ordo, que, como admitió su artífice principal el ya Mons. Bugnini, se trataba, bajo ciertos aspectos, de “una nueva creación”, por lo que es correcta la denominación de misa de Pablo VI.

El caso es que el Novus Ordo suscitó inmediatamente las más graves reservas por parte de los sectores más vigilantes de la Iglesia, hasta el punto que los Cardenales Ottaviani y Bacci enviaron al Papa un Breve examen crítico del nuevo rito sosteniendo que éste “se aleja de manera impresionante, en conjunto y en detalle, de la teología católica de la Misa, tal como fue formulada en la XXII sesión del Concilio de Trento, el cual, al fijar definitivamente los cánones del rito, levantó una barrera infranqueable contra toda herejía que pudiera menoscabar la integridad del misterio”. El punto de mayor escándalo era el artículo 7 de la Institución General, en el que se daba una definición de la misa que prescindía por completo de la idea de sacrificio. El escrito enviado por los cardenales tuvo como efecto que Pablo VI ordenara una nueva versión de la Institución General del nuevo Misal Romano, en la que se enmendaba el polémico artículo 7. El Novus Ordo, empero, permanecía tal cual. Por la misma época surgió un importante movimiento a favor de la conservación de la misa tradicional y el canto gregoriano, constituido por varias asociaciones de seglares de distintos países, reunidas en la Federación Internacional Una Voce, cuyas actividades continúan hasta el día de hoy.

A pesar de la vigencia de la Bula Quo primum tempore y del indulto perpetuo de San Pío V, a pesar del respaldo de la costumbre inmemorial, a pesar de los graves defectos formales en la promulgación de la misa de Pablo VI y de la imprecisión de su alcance, se dio por hecho, por parte de las autoridades, que la misa tradicional había sido prohibida y se actuó en consecuencia. Ahora bien, el único con competencia en la materia, esto es el Papa, no había dado ninguna disposición en este sentido. A pesar de ello, el Novus Ordo se impuso como si fuera obligatorio a toda la Iglesia latina. Hubo algunas excepciones, como, por ejemplo, la de la diócesis de Campos (Brasil), en donde se conservó en su totalidad la liturgia romana clásica hasta 1981 sin que se suscitara ninguna polémica. En realidad, fue con ocasión del affaire Lefebvre (v. Monseñor Lefebvre) cuando la cuestión de la misa fue puesta sobre el tapete de forma dramática. Para entonces la liturgia reformada se había consolidado, aunque en no pocos casos de forma traumática. Los abusos, escándalos, irreverencias y hasta sacrilegios estaban a la orden del día. Por si fuera poco, los frutos de la reforma postconciliar no fueron los que se esperaban: la práctica religiosa de los fieles descendió abruptamente y lo mismo las vocaciones sacerdotales y religiosas, por no hablar del abandono de las órdenes sagradas por parte de una proporción sin precedentes del clero católico, todo ello documentado por fuentes oficiales y oficiosas de la Iglesia, que, no obstante, contra la evidencia, se mantenían en una actitud de incomprensible triunfalismo.

Parece ser que Pablo VI no quiso dar marcha atrás a su reforma, a pesar de su fracaso, por no tener que reconocer que se había equivocado y poner así en cuestión su autoridad. Lo que sí hizo fue reforzar la doctrina tradicional en materia de culto eucarístico mediante documentos como la Encíclica Mysterium fidei, que, desgraciadamente, no pasaron de ser letra muerta, mientras se agravaba la débacle litúrgica en todo el mundo. Fue Juan Pablo II quien, ya desde los inicios de su pontificado, dio los primeros pasos favorables a la liturgia romana clásica. En 1980, en su Carta Dominicae cenae, pidió perdón en nombre propio y de los obispos por todo lo que hubiera causado escándalo en la aplicación de la reforma litúrgica. Ese mismo año, ordenó al Cardenal Knox la realización de una encuesta sobre el problema de la misa (iniciativa desgraciadamente neutralizada por los obispos). Pero la primera disposición concreta fue el Decreto Quattuor abhinc annos de la Sagrada Congregación para el Culto Divino, de fecha 3 de octubre de 1984, por el cual se concedía a los obispos la facultad de otorgar un indulto para la celebración de la misa tridentina en determinadas condiciones. El documento fue como un signo de distensión entre la Santa Sede y los sectores tradicionalistas, especialmente los cercanos a Mons. Lefebvre, pero su puesta en práctica fue muy limitada. La mayoría de sacerdotes que continuaban celebrando según el rito romano clásico lo hacían al amparo del indulto perpetuo de San Pío V y los que solicitaron acogerse al nuevo indulto pocas veces se vieron contentados por los obispos.

En diciembre de 1986, Juan Pablo II autorizó al Cardenal Mayer, Prefecto de la Congregación para el Culto Divino, a reunir una Comisión Cardenalicia para estudiar los resultados prácticos del Decreto Quattuor abhinc annos. Los cardenales convocados llegaron a la conclusión de que el indulto de 1984 estaba sometido a condiciones excesivamente restrictivas, que debían ser mitigadas. Al mismo tiempo, recomendaron unas normas para facilitar su concesión. El Cardenal Alfons M. Stickler, miembro destacado de la Comisión, declaró, por su parte, que él personalmente no consideraba que la misa tradicional estuviera prohibida y abogó por una total liberalización de la misma. Se sabe que el Papa estuvo a punto de firmar un documento en este sentido, pero fue disuadido por algún cardenal que temía que ello fuera utilizado como bandera de triunfo de los sectores más radicales del tradicionalismo.

El 30 de junio de 1988, Mons. Lefebvre realizó, asistido por Mons. de Castro Mayer, Obispo emérito de Campos (Brasil), las consagraciones episcopales de cuatro miembros de la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X. Al carecer de mandato apostólico, dichas consagraciones eran ilícitas y acarrearon la excomunión automática de los directos participantes en el acto. El Santo Padre, con el fin de que los grupos tradicionalistas afectos a la liturgia romana clásica, viéndose desamparados y hasta hostilizados por los obispos, no fueran a seguir el cisma, dio el Motu proprio Ecclesia Dei, de 2 de julio del mismo año, por el cual se instituía una Pontificia Comisión encargada de facilitar la plena comunión eclesial de comunidades y personas vinculadas de algún modo a Mons. Lefebvre y de promover una “amplia y generosa aplicación” del Decreto de 1984. La Pontificia Comisión quedaba presidida por el Cardenal Mayer, el cual, en una audiencia con el Papa, obtuvo las facultades necesarias para el buen desempeño de las funciones encomendadas al nuevo organismo de la Santa Sede. Entre estas facultades estaba la de conceder “ a todos los que lo pidieren el uso del Misal Romano según la edición típica de 1962, siendo de ello informado el obispo diocesano”. Al amparo del Motu proprio Ecclesia Dei fueron establecidas sociedades de vida apostólica tales como la Fraternidad Sacerdotal de San Pedro y el Instituto de Cristo Rey Sumo y Eterno Sacerdote (esta última erigida por un obispo africano), en las cuales se observan íntegramente las “formas disciplinarias y litúrgicas precedentes de la tradición latina”. Las mismas cuentan con fundaciones florecientes extendidas en todo el mundo con la anuencia de los obispos diocesanos interesados. Sus sacerdotes regentan verdaderas “parroquias no territoriales” en las que se observa estrictamente la liturgia tradicional.

Algunos obispos objetaron que el Motu proprio Ecclesia Dei y las actividades de la Pontificia Comisión homónima estaban referidos exclusivamente a los antiguos miembros de la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X. En 1991, el Cardenal Mayer envió, a este propósito, una carta circular a los obispos de los Estados Unidos, aclarando que el Papa quiso dirigirse a todos los fieles católicos de sensibilidad tradicional “y no sólamente a los seguidores de Monseñor Lefebvre”. Por otra parte, en otra carta, dirigida a la Sociedad Ecclesia Dei de Australia, declaró que los fieles tienen ahora derecho a la misa tradicional. Ya el mismo Juan Pablo II dirigió una significativa alocución (C’est avec joie) a los monjes peregrinos del Monasterio de Santa María Magdalena de Le Barroux (Francia), animándolos en el camino escogido de fidelidad a la Tradición en comunión con el Sucesor de Pedro y poniéndolos como ejemplo a seguir por los miembros de la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X, a quienes hizo un llamado de unión.

En la actualidad, la Pontificia Comisión Ecclesia Dei, presidida por el Cardenal Angelo Felici, desarrolla una fecunda actividad colaborando con los otros dicasterios de la Curia Romana y los obispos para facilitar la normalización de la liturgia tradicional, allí donde hay un legítimo deseo por parte de los sacerdotes y los fieles. El recientemente creado Cardenal Medina Estévez, Pro-prefecto de la Congregación para el Culto Divino, ha declarado públicamente que él recomienda a todos los obispos conceder sin restricciones el indulto para la misa tradicional. Por su parte, las sociedades de vida apostólica y nuevos institutos religiosos de corte tradicional que se van estableciendo proporcionan sacerdotes cualificados para el desarrollo del culto según la liturgia romana clásica.

En resumen, puede decirse que la “misa en latín” no está prohibida. Existe un indulto perpetuo otorgado por San Pío V, el cual no ha sido revocado por la única instancia competente para ello, es decir el Papa. Por si hubiera alguna duda de ello, existe también el indulto de 1984 modificado por el Motu proprio de 1988, cuya aplicación es política actual de la Santa Sede que sea “amplia y generosa”. Y por si ello no bastara, sin necesidad de indulto, existen un derecho adquirido a la Misa tradicional por la costumbre inmemorial. En efecto, hasta 1570, cuando fue codificado por San Pío V en cumplimiento de las disposiciones del Concilio de Trento, el rito romano clásico era una costumbre consolidada por el paso de los siglos. La Bula Quo primum lo único que hizo fue pulirla y darle una adicional fuerza legal. En fin, existe un argumento de orden moral a su favor: no se prohíbe algo sino por su maldad o inconveniencia. Ahora bien, ¿cómo podría ser mala o inconveniente una misa que durante siglos ha alimentado la fe de los católicos, entre ellos innumerables santos?


Bibliografía.-

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Masonería

Alrededor de la Masonería se han tejido las más peregrinas leyendas, a lo cual ha contribuido, sin duda, el secreto del que ella se ha rodeado desde siempre. Conviene, por ello, cribar el trigo de la paja para intentar esclarecer la verdad sobre esta organización. Puede decirse que existe una mitología masónica y una Historia de la Masonería. Nos ocuparemos de ambas. Pero antes comencemos por aclarar la etimología de la palabra. Masonería proviene de masón (maçon en francés; mason en inglés), cuyo significado es el de albañil. Y es que los masones se consideran constructores de un nuevo orden. Pero no adelantemos.

Según la mitología sobre la Masonería fue el propio rey Salomón quien la fundó hace casi tres mil años para emprender la construcción del Templo de Jerusalén. La colosal obra requería de ingentes recursos de los que el Reino de Israel no disponía, por lo que el monarca pidió la ayuda del rey Hiram de Tiro y de Sidón y antiguo amigo de su padre David. Éste proporcionó no sólo las maderas de cedro y de ciprés y las piedras de sillería necesarias, sino que puso a disposición de Salomón un ejército de obreros para la preparación y traslado de los materiales desde el Líbano a Jerusalén y envió a su mejor broncista y arquitecto, el judío Hiram Abí. Los capataces de Salomón estaban repartidos en cien cuadrillas de treinta y tres hombres, lo que hacía un total de tres mil trescientos efectivos para dirigir los trabajos. Aquí se ha querido ver el origen de los treinta y tres grados de la actual Masonería de rito escocés. Cuenta la leyenda que Hiram Abí fue asesinado por una conspiración urdida por los enemigos de Salomón, que no querían ver terminada la obra más importante de su reinado. De hecho, la representación de este episodio forma parte del ritual masónico y simboliza la lucha del obscurantismo contra la Razón, a la que momentáneamente vence. La masonería salomónica habría sido la guardiana de los principios esotéricos de la Sabiduría, cuya llave poseía el Rey Poeta. Balkis, la reina de Saba, fascinada por la fama del Rey, habría intentado apoderarse del secreto mediante la seducción sin conseguirlo. De aquí provendría la original misoginia masónica.

Otra versión legendaria sobre el origen de la Masonería es la que atribuye su fundación a Herodes Agripa I, rey de Judea -investido por Calígula- de 37 a 44 y enemigo acérrimo del cristianismo naciente como su abuelo Herodes el Grande lo había sido de Jesucristo recién nacido. Agripa habría reunido a seis de sus más fieles cortesanos y establecido con ellos una hermandad secreta llamada los Hijos de la Viuda, comprometiéndose todos bajo los más terribles juramentos a una lucha sin cuartel contra los secuaces de Jesús el Galileo. Lo cierto es que el rey promovió una dura persecución contra ellos, en la cual sucumbió al filo de la espada Santiago el de Zebedeo. Poco tiempo después Herodes moría, pero su organización secreta continuó e inclusive sobrevivió a la diáspora, infiltrándose en los gremios de constructores de la Edad Media y hasta en la Orden de Caballería más prestigiosa: la de los Templarios. Recordemos que las grandes catedrales góticas no tienen autor conocido: eran, en efecto, obras de equipo, el cual manejaba y custodiaba celosamente el código secreto de su edificación. No es de extrañar que, recordando las antiguas glorias de Israel, los Hijos de la Viuda evocaran la construcción del Templo y escondieran sus propósitos bajo la clave de dicho código. En cuanto a los Caballeros Templarios, el vínculo con el Templo de Jerusalén, en cuyo emplazamiento tuvieron su sede principal, es obvio. Al ser descubiertos como enemigos ocultos del Cristianismo, gracias al doble proceso pontificio y real que se les instruyó, juraron venganza contra el Altar y el Trono, contra el Papado y la Monarquía, cuyos representantes -Clemente V y Felipe el Hermoso- habían sido los artífices de su desgracia. A este propósito se cita la profecía del Gran Maestre Jacques de Molay en la hoguera, anunciando la Revolución Francesa y la persecución de la Iglesia.

Hasta aquí los datos consignados no pasan de ser sugestivas historietas sin mayor posibilidad de verificación. En el siglo XVI, sin embargo, hay datos ya más sólidos que apuntan a la existencia de una especie de pre-masonería. El Humanismo y el Renacimiento habían ampliado las limitadas perspectivas del espíritu humano a horizontes casi infinitos. Se produce el llamado giro antropocéntrico, que libera a la Filosofía y a las Ciencias de la esclavitud de la Teología. Surgen nuevas interpretaciones de la realidad, pero ellas no están al alcance de los espíritus vulgares. La nueva sabiduría es cosa de elegidos y de iniciados: es esotérica. Entre los más ilustres humanistas corren los Libros Herméticos, especialmente el Pimandro, atribuidos a Hermes Trimegisto, un personaje mezcla de encarnación divina y profeta. Entonces empiezan a surgir sociedades esotéricas, entre las cuales sobresale la de los Rosacruces, fundada en Holanda en la primera mitad del siglo XVII y que constituye el antecedente inmediato de la masonería especulativa.

A finales de la misma centuria se producen dos hechos casi contemporáneos y sin aparente conexión: en Francia, la Revocación del Edicto de Nantes por Luis XIV en 1685 y en Gran Bretaña, la Revolución Gloriosa de 1688. El primero quita a los protestantes franceses la libertad de que gozaban desde Enrique IV y determina su conversión forzosa o su emigración. El segundo es un verdadero golpe de Estado contra el último rey católico de las Islas Británicas, Jacobo II, llevado a cabo por su yerno Guillermo de Orange, Estatúder de Holanda. Pues bien, ambos acontecimientos están íntimamente ligados a la Historia de la Masonería. Veamos. Desde Francia y con el apoyo de su primo el Rey Sol, el exilado Estuardo envió a Inglaterra secretamente a sus agentes para trabajar por su restauración. Con el objeto de pasar desapercibidos, éstos se enrolaron en las corporaciones de constructores y disfrazaron sus proyectos bajo el manto del lenguaje arquitectónico. No se contaba, empero, con la astucia de Guillermo, cuya red de espías descubrió las intrigas jacobitas. En vez de destapar todo el montaje, el holandés fue mucho más sutil: por orden suya, los orangistas infiltráronse en las filas de los agentes católicos, enterándose así de todos sus planes. De esta manera pudo neutralizarse eficazmente la reacción legitimista.

Pero las estructuras de la masonería católica y anti-orangista se habían revelado como un instrumento muy útil de penetración, por lo que sirvieron de modelo a la sociedad secreta fundada en 1717 en Londres por el protestante francés Desaguliers (cuya familia había huido de las dragonnades) y Anderson. En ella se alistaron muchos emigrados franceses que habían abandonado su patria justamente por la revocación. Ésta es la Franc-masonería o Masonería propiamente dicha, que tenía desde el principio un marcado carácter anticatólico, como es natural. Es necesario distinguir esta sociedad de las sectas afines a ella que surgen también en el siglo XVIII, tales como la de los martinistas o la de los Iluminados de Baviera fundados por Weishaupt. Estas últimas son de carácter místico, en tanto que la Masonería es eminentemente especulativa y fundada en la Razón. Todas, empero, tendrán una proyección política decisiva contribuyendo a la ruina del Ancien Régime, el odiado sistema de la alianza entre el Altar y el Trono. La Masonería se extendió por toda Europa y sedujo a los hombres de la Ilustración. Filósofos, escritores, aristócratas y hasta ministros de Estado sucumbieron a su fascinación. Fueron masones aquellos en quienes reposaba el poder en las principales cortes de Europa: Choiseul en Francia, Aranda y Floridablanca en España, Tanucci en Nápoles, Kaunitz en Austria, Pombal en Portugal. No es extraño que todos ellos se empeñaran en lo que fue el primer gran triunfo masón: la supresión de la Compañía de Jesús, avanzada del odiado Pontificado Romano, representante del obscurantismo y la superstición.

En política, la Masonería intervino activamente en tres acontecimientos que marcaron profundamente el cambio de época: la Revolución Americana, la Revolución Francesa y la Emancipación de Hispanoamérica. Los Padres fundadores de los Estados Unidos fueron adeptos de las logias. En el papel moneda norteamericano pueden verse claramente los símbolos fundacionales de la nación que son todos masónicos: el Ser supremo, una pirámide egipcia y el lema “Novus ordo saeclorum” (nuevo orden de los siglos). Las antiguas Trece Colonias, al obtener su independencia, se constituyeron en el primer estado secular de Occidente, en el que la Religión fue por completo relegada a la esfera de los privado. Se reconocía ciertamente la existencia de Dios, pero el Dios de los deístas, el Dios de los masones: el Gran Arquitecto del Universo. El ejemplo estaba dado y pronto cundiría, gracias, sobre todo, a los agentes norteamericanos en París (en particular, Benjamín Franklin), que pusieron de moda la causa de la Independencia y los sentimientos antibritánicos. Las logias europeas trabajaron febrilmente en la preparación concienzuda del siguiente paso: el derrocamiento de la monarquía tradicional en Francia, el baluarte más prestigioso del “despotismo”.

La Revolución Francesa, como se sabe, no fue obra del pueblo; existe una responsabilidad compartida de la alta nobleza y de la burguesía en llevarla a cabo. La primera por su miopía e inconsciencia y la segunda por su ambición y falta de escrúpulos contribuyeron decisivamente a destruir el Ancien Régime, sistema sobre el que, sin embargo, se había fundado la grandeza de Francia, la primera nación de Europa y la más próspera a finales del siglo XVIII. Se puede hablar sin temor a exagerar de un suicidio colectivo, al que se vieron abocados los aristócratas y el pueblo: aquéllos corrompidos por un siglo de libertinaje y descreimiento, que daban alegremente sus nombres a las logias porque eso era de bon ton, sin percatarse que en las trastiendas se conspiraba contra el mundo al que pertenecían; el pueblo, arrastrado por el mal ejemplo de las clases altas en cuyo espejo suele mirarse. Las sociedades secretas no se andaban con bromas: varios años antes del gran estallido ya habían decidido la muerte de Luis XVI y de Gustavo III de Suecia, víctimas expiatorias de la Realeza. Y quien dirigía todo en Francia era nada menos que el primo del Rey y primer príncipe de la sangre: el Duque de Orleáns, cuyo voto iba a ser de los decisivos en la ejecución de su augusto pariente. El resto de la Historia es conocido.

Como se sabe, Napoleón difundió la Revolución por toda Europa con sus ejércitos. En España, la monarquía tradicional seguía contando con la adhesión entusiasta del pueblo. Como en Francia, era el estamento nobiliario el que favorecía la introducción de los fermentos revolucionarios. El afrancesamiento se manifestó en la difusión de las ideas de la Ilustración y, más tarde, en la colaboración con la invasión napoleónica. Con Aranda y Floridablanca se habían multiplicado las logias masónicas en los dos lados del Océano. A través de ellas -que conformaban una eficacísima red- se difundió el ejemplo de la Independencia de las Trece Colonias y de la Revolución en Francia. Los próceres de la Emancipación hispanoamericana pertenecieron a la Masonería: San Martín estaba afiliado a la logia Lautaro, mientras que Bolívar juró la independencia en la Gran Logia de Londres. En los dominios españoles se trató de lo mismo que en Francia: la captura del poder por la burguesía emergente más que la libertad del pueblo, el cual siguió estando sometido, aunque con menos defensas de las que contaba bajo el Antiguo Régimen. La independencia -que, en realidad, fue una guerra civil entre españoles- no favoreció en nada a los mestizos e indios, sino sólo a los criollos, es decir, a los hijos de los peninsulares, nacidos en el Nuevo Mundo.

La paternidad masónica de las nuevas repúblicas americanas queda patente en sus respectivos símbolos patrios, en los que invariablemente se repiten los emblemas de las sociedades secretas: gorros frigios, soles, estrellas, triángulos... América entera, desde el Ártico hasta la Tierra del Fuego se convirtió en un continente masónico. Aquí es curioso referirse al sueño de Bolívar de constituir un poderoso Estado hispanoamericano que hiciera de contrapeso al del norte. Este plan, empero, no entraba en los designios de las logias, a las que interesaba tener un único centro hegemónico en América: los Estados Unidos. El Libertador, desengañado, no sólo renegó de la Masonería sino que la prohibió en los países de los que era gobernante y se empeñó a fondo en la unión panamericana de los antiguos dominios españoles. Desgraciadamente, fracasó. Después de varios atentados fallidos organizados por las logias, murió finalmente en extrañas circunstancias, presumiblemente asesinado, y con él sucumbieron sus sueños. La fragmentación política de la América Hispana fue un hecho, lo que favoreció la supremacía de los Estados Unidos del Norte.

Un hecho muy sugestivo que revela la índole fundamentalmente anticatólica de la Masonería es el distinto cariz que ésta adopta según los países en los que se halla establecida. En el Norte de Europa y en los estados anglosajones, de religión protestante, las logias se muestran piadosas y colaboradoras con las iglesias nacionales y respetuosas del orden establecido. En la Europa Católica y en Hispanoamérica, ellas son, en cambio, rabiosamente anticlericales y conspiradoras. Buena prueba de ello lo son las revoluciones de 1820, 1830 y 1848, que, preparadas por la Masonería y sus afines (como la Carbonería), significativamente sólo afectaron a los estados católicos (España, Francia, Piamonte, Parma, el Estado de la Iglesia, Toscana, las Dos Sicilias, Baviera, Austria). En España, no sólo se produjo la desamortización de los bienes de la Iglesia, sino que se decidió el derribamiento de los Borbones, para reemplazarlos por una dinastía obsecuente con las logias. El artífice del cambio fue el General Prim, destacado masón, quien acabó siendo asesinado por sus correligionarios al haber querido sacudirse su control, que se le había revelado demasiado oneroso. La expoliación de los Estados Pontificios y la instauración de una república antirreligiosa en Francia fueron también logros masónicos.

Sería demasiado prolijo referirse en detalle a la participación que la Masonería tuvo en los movimientos revolucionarios contemporáneos. Algunos han negado sus conexiones con el socialismo marxista, basados en que aquélla es elitista y burguesa y éste es lo contrario. Sin embargo, recuérdese que los masones acogieron a Marx en Londres, apoyándole en la constitución del Partido Comunista y en la fundación de la Primera Internacional. Son innegables, por otra parte, los nexos masónicos con los revolucionarios bolcheviques, gracias a los cuales, pudo Lenin atravesar Alemania en un tren sellado con destino a Rusia y Trotsky allegar los recursos financieros necesarios para organizar la Revolución aportados por la gran Banca. Que después los comunistas se deshicieran de los masones como de tontos útiles no significa sino que a éstos la criada les salió respondona.

Un episodio interesante y poco conocido de nuestra Historia, que refeleja la influencia de la Masonería es referido por el P. Mateo Crawley-Boevey. Cuenta este religioso que Alfonso XIII le confió los entretelones de la consagración de España al Sagrado Corazón de Jesús, que él realizó en el Cerro de los Ángeles en 1919. Parece ser que el monarca, pocos días antes del acto, recibió la visita de una delegación de masones, que le exhortó a no llevarlo a cabo. A cambio, se le aseguraba un reinado largo y sin sobresaltos. El Rey escuchó impasible y, al final, respondió cortésmente que de todos modos haría la consagración. La delegación se marchó molesta no sin antes advertir a Alfonso XIII que con esa actitud sellaba su destino. Como se sabe, el soberano hubo de salir de España y murió en el exilio. Lo cierto de todo esto es que la Masonería participó activamente en la gestación de la Segunda República y en la completa descatolización de España, simbolizada en la frase de Azaña: “España ha dejado de ser católica”.

La posición de la Iglesia Católica frente a la Franc-masonería fue neta desde un principio. En fecha tan temprana como 1738, a sólo 21 años de su fundación, ya el Papa Clemente XII, en la Carta Apostólica In eminenti, prohibió a los católicos formar parte de la secta masónica y mandó que los transgresores fueran castigados como sospechosos de herejía. En 1751, Benedicto XIV hizo de ella en la Bula Providas una extensa condenación, que fue reiterada sucesivamente por Pío VII en 1821, León XII en 1825, Gregorio XVI en 1835, Pío IX en 1865 y, por fin, León XIII. Este último publicó en 1884 la Encíclica Humanum genus, en la cual se hace una exposición pormenorizada de la naturaleza y fines de la Masonería y se subraya su carácter esencialemente contrario a la Iglesia, por lo cual es imposible a cualquier católico pertenecer a ella. En el Código de Derecho Canónico de 1917 fue incorporada la pena de excomunión Sanctae Sedi simpliciter reservata para los que dieran “su nombre a la secta masónica o a otras asociaciones del mismo género, que maquinan contra la Iglesia o contra las potestades civiles legítimas” (can. 2335). En el nuevo Código, la excomunión ha sido suprimida, así como la mención expresa de la Masonería. Ahora se castiga con una pena justa -sin determinar- a “quien se inscribe en una asociación que maquina contra la Iglesia” y con el entredicho a “quien promueve o dirige esa asociación” (can. 1375). La Congregación para la Doctrina de la Fe interpretó este canon en el sentido en que la Masonería se hallaba implícitamente incluida en él siempre que se entendiera que persistía en su carácter antirreligioso.

Hoy en día, la Masonería no suscita ya los recelos y reacciones del pasado. Generalmente se presenta como una sociedad de filántropos con fines de beneficiencia y con fama de ser sus afiliados muy solidarios unos con otros. A decir verdad, ha perdido todo aspecto de combatividad anticlerical. Incluso se han llegado a organizar solemnes funerales eclesiásticos por eminentes masones, como fue el caso del Gran Maestre Salat, cuyas exequias se celebraron en la Basílica barcelonesa de Santa María del Mar. ¿Quiere ello decir que la Masonería ha tenido su aggiornamento y ha abandonado su carácter anticatólico? Puede haber sucedido al revés: que la Iglesia haya perdido su carácter antimasónico. Después de todo, si es verdad que eminentes miembros de la Jerarquía Católica han sido o son masones como ha venido sosteniéndose de un tiempo a esta parte, no sería nada de extrañar. De cualquier modo es esto algo que está por demostrar, lo cual será difícil dado el secreto de que la Masonería sigue, a pesar de todo, rodeándose.


Bibliografía.-

Monseñor Lefebvre

El 30 de junio de 1988, en el marco del Seminario Internacional de Ecône, en medio de los Alpes suizos, en el valle del Ródano, Mons. Marcel Lefebvre, fundador de la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X, consagraba obispos a cuatro de sus sacerdotes contra la expresa prohibición del Papa. En el acto participó el Obispo emérito de Campos (Brasil), Mons. Antonio de Castro Mayer. La Santa Sede no tardó en reaccionar: declaró incursos tanto al obispo consagrante como al co-consagrante, así como a los consagrados, en la excomunión automática prevista en el Código de Derecho Canónico para los que toman parte en la colación del episcopado sin mandato pontificio (can. 1382). Ya el 17 de junio precedente, el Cardenal Prefecto de la Congregación de los Obispos había dirigido a los protagonistas del acto una pública admonición, exhortándoles a no llevar a cabo las consagraciones. Pero, como se ve, no sirvió de nada.

En realidad, el acontecimiento del 30 de junio era el último y más dramático episodio de un largo tira y afloja entre Roma y Mons. Lefebvre, que se remontaba a 1975, cuando el controvertido prelado efectuó las primeras ordenaciones sacerdotales de su Fraternidad, fundada cinco años antes con la aprobación del Obispo de Lausana, Ginebra y Friburgo, Mons. François Charrière. A Mons. Lefebvre habían acudido varios estudiantes descontentos de las nuevas corrientes imperantes en los seminarios, pidiéndole su apoyo para poder realizar la carrera eclesiástica de acuerdo con los criterios tradicionales de formación. En un principio fueron por él enviados a la Universidad de Friburgo, pero después se vio la conveniencia de agruparlos en un seminario en régimen total de internado, para lo cual fue adquirida, con el dinero de benefactores que no tardaron en aparecer, la casa que los Canónigos de San Bernardo tenían en Ecône, pequeña localidad del cantón suizo del Valais, a medio camino entre Martigny y Sion. Así nació el Seminario Internacional de la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X. Pero, ¿quién era Mons. Lefebvre?

Marcel Lefebvre nació el 29 de noviembre de 1905 en Tourcoing en el seno de una familia acomodada del norte industrial de Francia. Al igual que uno de sus hermanos, sintió la vocación sacerdotal y, después de los estudios preceptivos, en 1929, recibió las sagradas órdenes de manos de Mons. Achille Liénart (más tarde cardenal), obispo de Lille, su diócesis. Dos años más tarde, atraído por la vida misionera, profesó en la Congregación de Misioneros del Espíritu Santo. Habiéndose doctorado en Filosofía y Teología en Roma, fue destinado por sus superiores a las misiones del Gabón. Allí conoció y trató al insigne apóstol protestante de Lambarené, Albert Schweitzer, con cuyas magistrales interpretaciones de Bach al órgano más de una vez disfrutaría. En esta colonia francesa, cuya Jerarquía católica él formó y organizó, permaneció hasta 1945, año en el cual es nombrado Vicario Apostólico de Dakar en el Senegal. En 1947, es consagrado Obispo siéndole asignada la sede titular de Antedone. Al año siguiente, es preconizado Arzobispo titular de Arcadiópoli de Europa. En 1955, se convierte en el primer Arzobispo de Dakar. Con este nombramiento recibe de Pío XII, además, el de Delegado Apostólico del África Francesa. Para entonces la fama de Mons. Lefebvre como misionero se halla acrisolada.

Corren, empero, tiempos difíciles para los europeos en África. Desde fines de los cincuenta se está produciendo un poderoso movimiento de descolonización, que adquirirá tintes trágicos en Argelia. Roma, prudentemente, decide que ha llegado la hora de substituir a los jerarcas provenientes de las metrópolis con miembros del clero indígena, formado por aquéllos. Así, Mons. Lefebvre es trasladado en 1962 a la diócesis francesa de Tulle con título personal de Arzobispo, mientras es sucedido en Dakar por su más ilustre discípulo: Mons. Hyacinthe Thiandoum (que será creado Cardenal por Pablo VI precisamente en la época más difícil de las relaciones de su maestro con este Papa). Juan XXIII ha nombrado, además, a su antiguo Delegado Apostólico miembro de la Comisión Antepreparatoria del Concilio Ecuménico que está por iniciar y le hace entrar en la Corte Pontificia con la dignidad de Asistente al Solio. Mons. Lefebvre permanece sólo unos meses como Arzobispo-obispo de Tulle, siendo elegido en Roma como Superior General de su congregación.

Desde la comisión preconciliar colabora, pues, en la redacción de los esquemas que serán presentados para su discusión en el aula conciliar. En ella se distinguirá como líder del ala tradicional, junto a los Cardenales Ottaviani, Ruffini, Siri y Browne y los Monseñores de Proença Sigaud, Parente y Castro Mayer, por no citar sino los principales exponentes de la misma. Junto con ellos ha fundado el Coetus Internationalis Patrum, grupo que intenta contrarrestar la influencia progresista de la llamada Alianza Europea. Mons. Lefebvre ya en el Concilio se da a conocer como un decidido opositor de la libertad religiosa, la colegialidad episcopal, el ecumenismo y la reforma litúrgica. Acabado el Vaticano II y puestas en marcha sus reformas, siguió siendo Superior General de los Misioneros del Espíritu Santo hasta que, sintiendo su autoridad puesta en cuestión, renunció y se retiró a la vida privada. Fue en esta circunstancia cuando se presentaron a él quienes serían los pioneros de la Fraternidad de San Pío X.

Los primeros años de ésta transcurrieron más o menos tranquilos hasta que los obispos franceses decidieron poner cartas en el asunto, alarmados por el inesperado éxito del fenómeno Ecône. En efecto, mientras en el seminario de Mons. Lefebvre se multiplicaban sin cesar las vocaciones (104 seminaristas en sólo cuatro años), los seminarios diocesanos languidecían por la falta de ellas. El número de ordenaciones había bajado en picado y, en cambio, la Fraternidad de San Pío X en poco tiempo tendría ya lista una primera promoción de ordenandos. En Ecône se formaba a los alumnos en la disciplina preconciliar y se observaba la antigua Liturgia, en latín y conforme al rito llamado tridentino o de San Pío V (V. Misa tridentina). Roma fue advertida y, en marzo de 1974, Pablo VI llamó a Mons. Mamie, sucesor del Obispo Charrière, así como al Presidente de la Conferencia Episcopal Suiza Mons. Adam y al Secretario de la Sagrada Congregación para los Religiosos (que era de la que dependía la Fraternidad) para que le informaran del asunto. Al regresar de la Ciudad Eterna, Mons. Mamie se entrevistó con Mons. Lefebvre, al parecer para advertirle que la Santa Sede iba a intervenir.

En junio del mismo año, fue creada una comisión presidida por el Cardenal Garrone con el objeto de investigar el Seminario de Mons. Lefebvre. Son enviados a él para hacer una evaluación in situ el obispo belga Descamps, Secretario de la Pontificia Comisión Bíblica, y Mons. Onclin, Secretario de la Pontificia Comisión para la Reforma del Derecho Canónico. Llegados el 11 de noviembre, permanecen en Ecône unos días, a lo largo de los cuales entrevistan a superiores y seminaristas. Apenas se marchan, Mons. Lefebvre hace publicar en la Revista Itinéraires un manifiesto en el cual critica abiertamente las reformas surgidas del Concilio Vaticano II y toma partido por la Tradición. Como es de suponer, este manifiesto, que lleva fecha del 21 de noviembre de 1974, provoca una gran conmoción en el mundo católico. Muchos se escandalizan, pero otros se muestran entusiasmados por el hecho de que por fin un Obispo haya dado voz a su sentir.

Como es de suponer, la reacción de la Santa Sede no se deja esperar: Mons. Lefebvre es convocado a Roma, a principios de 1975, para comparecer ante la comisión integrada por los Cardenales Garrone, Tabera y Wright. A la reunión asisten también Mons. Mamie, el Substituto de la Secretaría de Estado, Mons. Benelli, y el P. Dhanis, jesuita, en calidad de enviado personal del Papa. El Arzobispo manifiesta su intención de cerrar su seminario y retirarse siempre que así se lo exijan, pero los cardenales no lo creen necesario. En cambio, se muestran muy severos respecto del ya famoso manifiesto del 21 de noviembre. Mons. Lefebvre, sin retractarse, reafirma su acatamiento al Romano Pontífice. Se le dan seguridades de que se obrará con la mejor voluntad, pero no se le proporciona -como se le había prometido- la copia de la entrevista, que ha sido grabada por un magnetófono. Todo parece ir por cauces tranquilos cuando el 9 de mayo Mons. Mamie retira el reconocimiento canónico a la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X. Se trata de un acto ilegal, puesto que, una vez que un Obispo erige canónicamente un instituto, sólo la Santa Sede puede suprimirlo (canon 493 del Código de 1917, vigente entonces). Sin embargo, Roma dará por supuesta en la práctica la validez de la supresión diocesana.

Pablo VI dirige el 10 de julio un quirógrafo a Mons. Lefebvre, en la que le insta a declarar públicamente su sumisión al Concilio Vaticano II y a las reformas postconciliares. El destinatario no contesta y recibe una segunda misiva del mismo tenor. El prelado responde, entonces, que él obedece al Papa en cuanto custodio de la Tradición. Al propio tiempo, a través del Superior General de la Congregación de Misioneros del Espíritu Santo, solicita una audiencia al Sumo Pontífice, la cual le es denegada.

Estamos ya en 1976 y se anuncian las primeras ordenaciones sacerdotales en Ecône. Roma ve con preocupación creciente que el asunto se le escapa de las manos. En el consistorio que tiene lugar el 24 de mayo, Pablo VI se refiere a Mons. Lefebvre con amargas palabras de condena, aunque expresa su esperanza de que finalmente no lleve a cabo las ordenaciones. En sendos comunicados de 12 y 25 de junio, el Papa prohíbe expresamente al Arzobispo que las efectúe. Todo es en vano: el día 29, festividad de los Apóstoles Pedro y Pablo, ellas tienen lugar en medio de la mayor expectación y ante fieles venidos de todas partes, que se sienten solidarios con el que ya se da en llamar el “Arzobispo rebelde”. El 1º de julio, la Santa Sede declara la suspensión de pontificales de Mons. Lefebvre durante un año, a reserva de imponerle otra sanción.Ello quiere decir que en ese tiempo no podrá celebrar solemnemente la Misa ni llevar a cabo funciones que requieran el uso de las insignias pontificales, como son la colación de órdenes y la administración de la confirmación. Asimismo, los sacerdotes por él ordenados son suspendidos en sus funciones. A mediados de julio, el prelado solicita nuevamente al Papa una audiencia, que tampoco le es concedida esta vez. El 24 del mismo mes, Roma pronuncia contra él la suspensión a divinis, la pena canónica más grave después de la excomunión.

Mons. Lefebvre responde desafiando abiertamente a la autoridad al anunciar la celebración de una misa pública según el rito de San Pío V. Ésta tiene lugar el 29 de agosto en el Palacio de los Deportes de Lille, donde ha sido montado un gran altar según las prescripciones litúrgicas tradicionales. El acto resulta multitudinario y será el punto de referencia de muchos católicos que siguen ya en todo el mundo con interés el affaire Lefebvre. Ciertamente, la cuestión de la misa tradicional ya era objeto del interés de muchos sacerdotes y fieles. Los Cardenales Ottaviani y Bacci habían dirigido a Pablo VI una valiente crítica de la nueva misa promulgada en 1969 y existía hasta una diócesis entera -la de Campos, en Brasil- donde el presbiterio en pleno, en torno a su Obispo, conservó íntegramente la Liturgia preconciliar sin ser por ello molestado. Pero fue Mons. Lefebvre quien, con su actitud, la puso dramáticamente sobre el tapete. El 11 de septiembre, fue finalmente recibido Mons. Lefebvre por Pablo VI, quien no le ahorró los más acerbos reproches. Entre los capítulos de agravios figuraba un supuesto juramento contrario al Papa que exigía a sus ordenandos el Arzobispo. Éste, estupefacto, comprendió que el Papa estaba mal informado y protestó contra la falsedad de la especie. La audiencia, a la que asistió sin decir palabra Mons. Benelli, no produjo resultados: ninguno de los interlocutores cedió un milímetro de sus respectivas posiciones.

En 1977, animados por el ejemplo del Arzobispo, un grupo de tradicionalistas tomó la Iglesia parroquial de Saint-Nicholas-du Chardonnet, en el centro de París, sin que las autoridades eclesiástica y civil pudieran hacer nada por impedirlo. Según los ocupantes, se trataba de recuperar para el culto católico un lugar benemérito ligado a la Historia de la ciudad. La verdad es que los experimentos litúrgicos habían convertido a la inmensa mayoría de los templos franceses en teatros de irreverencias cuando no de auténticas profanaciones. Ese mismo verano se tuvieron nuevas ordenaciones en Ecône y ya no ha dejado de haberlas cada año en la misma ocasión: la festividad de San Pedro y San Pablo. Con ello, según la Fraternidad de San Pío X, se ha querido siempre subrayar la fidelidad fundamental al Papa, en tanto Vicario de Cristo y custodio de la Tradición.

Pablo VI volvió a lamentar la postura integrista de Mons. Lefebvre. La verdad es que este Papa se mostró siempre particularmente riguroso con el Arzobispo, a quien no faltaban razones en sus críticas a las reformas postconciliares, que se llevaron a cabo traumáticamente en muchos casos. Se negó a recibirle cuando aún se podría haber llegado a un acuerdo, mientras, por otro lado, no tenía inconvenientes en entrevistarse con gentes de tendencias e ideologías francamente anticatólicas. Le acusaba de rebeldía cuando había otros obispos mucho más escandalosos como, por ejemplo, Mons. Méndez Arceo, Obispo de Cuernavaca (México) o los que se le opusieron en bloque al publicarse su Encíclica Humanae vitae. Quizás Mons. Lefebvre cometiera imprudencias como el manifiesto de 1974 o la homilía de la misa de Lille, pero Pablo VI no hizo nada por acercar posiciones y siempre apareció inconmovible, lo cual exasperaba a aquél, que veía derrocharse la comprensión papal en favor de otros rebeldes. No deja de ser significativa la queja del prelado por entonces: “Durante cincuenta años de vida sacerdotal y treinta de episcopado he hecho siempre lo mismo, con la diferencia de que antes recibía las felicitaciones y el estímulo de los Papas, en tanto que ahora se me trata poco menos que como un hereje. ¿Quién ha cambiado? Desde luego, yo no”.

La subida al trono de San Pedro de Juan Pablo II en 1978 trajo consigo fundadas esperanzas de reconciliación. El nuevo Pontífice multiplicó los gestos de buena voluntad, llegando en 1980 a “pedir perdón -en mi nombre y en el de todos vosotros, venerados y queridos hermanos en el episcopado- por todo lo que, por el motivo que sea y por cualquier debilidad humana, impaciencia, negligencia, , en virtud también de la aplicación a veces parcial, unilateral y errónea de las normas del Concilio Vaticano II, pueda haber causado escándalo y malestar acerca de la interpretación de la doctrina y la veneración debida a este gran Sacramento” (cfr. Carta Dominicae Cenae, 12). El Papa Wojtyla recibió en audiencia a Mons. Lefebvre y le trató amablemente. Éste no encontró en aquél el gesto adusto de Montini, sino la mirada condescendiente de quien quiere llegar a un arreglo. De hecho, en 1984, la Congregación para el Culto Divino emanó un Decreto, por expresa voluntad del Papa, en el que se concedía a los obispos la facultad de otorgar un indulto en favor de los sacerdotes y fieles que solicitaran la Misa tridentina. Aunque las condiciones del mismo eran muy restrictivas y se insistía en que no se había de poner en cuestión la reforma litúrgica postconciliar, los círculos afectos a Ecône vieron en ello un paso adelante hacia una reconciliación con Roma.

Para entonces, la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X contaba ya con al menos cinco grandes seminarios y decenas de casas -llamadas prioratos- en los cinco continentes, así como un ejército bien nutrido de jóvenes sacerdotes. Sabiamente, Juan Pablo II no deseaba dejar perder este potencial y allanó el camino para entablar conversaciones con Mons. Lefebvre, para lo cual nombró como interlocutor en nombre de la Santa Sede al Cardenal Ratzinger, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Al mismo tiempo, en la Curia Romana se intentaba por otros medios la reconducción de los tradicionalistas. En 1986, se creó en Roma el Seminario Internacional Mater Ecclesiae, cuyo primer núcleo lo constituían ex-seminaristas de la Fraternidad. La experiencia fracasó debido a que, en realidad, se trataba de un intento camuflado de reinserción de los mismos en la normalidad vigente. Mejor resultado dio la consulta hecha a finales de ese mismo año a una Comisión de Cardenales encargada de estudiar la aplicación del Decreto de 1984. El dictamen de los purpurados fue que las condiciones establecidas en el mismo eran demasiado restrictivas y debían ser mitigadas. Propusieron, además, unas normas claramente favorables a una amplia liberalización de la Misa tridentina.

Los encuentros entre el Cardenal Ratzinger y Mons. Lefebvre no fueron un camino de rosas. Hubo mucho forcejeo de uno y otro lado. El anciano Arzobispo veía acercarse su fin y temía dejar su obra en el desamparo, por lo cual pedía se concediera a ésta el estatus de Prelatura personal con uso exclusivo de la liturgia preconciliar y se accediera a la consagración de algunos obispos que aseguraran las ordenaciones. Roma consideraría la posibilidad de erigir la Fraternidad en Prelatura personal de rito tradicional, pero sólo estaba dispuesta a permitir un obispo. Después de laboriosas negociaciones, de marchas y contramarchas, por fin el 5 de mayo de 1988 fue extendido un protocolo de acuerdo entre las partes, que fue subscrito por el Cardenal y el prelado. Mons. Lefebvre aceptaba la consagración de un solo obispo en plazo prudente y su Fraternidad obtenía el pleno reconocimiento canónico y su exención de la jurisdicción de los ordinarios locales. El largo y accidentado affaire Lefebvre parecía así llegado a un término feliz y satisfactorio para todos. Sin embargo, sucedió lo inesperado: abruptamente, Mons. Lefebvre se retractó en público de su firma puesta al pie del protocolo y anunció que el 30 de junio siguiente consagraría cuatro Obispos. Los intentos de Roma por disuadirle de su propósito chocaron contra un muro inconmovible. Ya se ha visto el resultado final.

¿Qué fue lo que determinó este giro sorpresivo de los acontecimientos? Lo más sensato es pensar que se confabularon varios factores adversos. Mons. Lefebvre era ya un anciano, con pocas fuerzas para resistir las presiones que, sin duda, recibiría por parte de los sectores más duros de su movimiento, los cuales explotarían sus más que justificados recelos hacia la Curia Romana, de la que no había recibido siempre un trato equitativo. Quizás no fuera ajena a dichas presiones la ambición personal de alguno de los agraciados con el episcopado, que no quería dejar pasar esta oportunidad única de ceñir una mitra. Por otra parte, los obispos franceses, que siempre se mostraron poco caritativos hacia su hermano y se oponían a un arreglo de la Fraternidad con Roma, aprovecharon para echar más leña al fuego y exasperar los ánimos.

Mons. Lefebvre falleció a consecuencia de una rápida indisposición, el 25 de marzo de 1991, a los 85 años de edad. No hubo levantamiento de la excomunión por parte de Roma, pero es significativo el hecho de que ante su túmulo acudieron el Cardenal Thiandoum, el Nuncio Apostólico en Berna y el Obispo de Sion, en cuya diócesis se halla enclavado Ecône. Los tres pronunciaron sendos responsos y rociaron con agua bendita el catafalco, en lo cual se vio la señal de que, después de todo, el polémico prelado no se hallaba por completo fuera de la Iglesia. Sus restos yacen en la cripta del seminario que él levantó en medio de tantas contrariedades. Últimamente, un estudiante de la Pontificia Universidad Lateranense de Roma optó el grado de doctor en Derecho Canónico sustentando una tesis en la que pone en cuestión la excomunión declarada contra Mons. Lefebvre y los miembros y seguidores de la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X. El trabajo mereció la aprobación del tribunal académico.

Bibliografía.-

Annuario Pontificio per l’anno 1979, Tipografia Poliglotta Vaticana (Città del Vaticano, 1979); Congar, Yves: ? Davies, Michael: Apologia pro Marcel Lefebvre (3. vol.), Dickinson (1979); Lefebvre, Mons. Marcel: Un evêque parle, Jarzé (1976); Senta Lucca, Juan: Lefebvre, el Antipapa, Sedmay Ediciones (Madrid, 1977).