21 de enero de 2008

Canto II A Teresa

¿Por qué volvéis a la memoria mía,
tristes recuerdos del placer perdido,
a aumentar la ansiedad y la agonía
de este desierto corazón herido?
¡Ay!, que de aquellas horas de alegría
le quedó al corazón sólo un gemido,
y el llanto que al dolor los ojos niegan
lágrimas son de hiel que el alma anegan.
¿Dónde volaron, ¡ay!, aquellas horas
de juventud, de amor y de Ventura,
regaladas de músicas sonoras,
adornadas de luz y de hermosura?
Imágenes de oro bullidoras,
sus alas de carmín y nieve pura,
al son de mi esperanza desplegando,
pasaban, ¡ay!, a mí alrededor cantando.
Gorjeaban los dulces ruiseñores,
el sol iluminaba mi alegría,
el aura susurraba entre las flores,
el bosque mansamente respondía,
las fuentes murmuraban sus amores...
¡Ilusiones que llora el alma mía!
¡Oh! ¡Cuán suave resonó en mi oído
el bullicio del mundo y su ruido!
Mi vida entonces, cual guerrera nave
que el puerto deja por la vez primera,
y al soplo de los céfiros suave
orgullosa despliega su bandera,
y al mar dejando que a sus pies alabe
su triunfo en roncos cantos, va, velera,
una ola tras otra, bramadora,
hollando y dividiendo vencedora.
¡Ay!, en el mar del mundo, en ansia ardiente
de amor volaba; el sol de la mañana
llevaba yo sobre mi tersa frente,
y el alma pura de su dicha ufana;
dentro de ella, el amor, cual rica fuente
que entre frescuras y arboledas mana,
brotaba entonces abundante río
de ilusiones y dulce desvarío.
Yo amaba todo: un noble sentimiento
exaltaba mi ánimo y sentía
en mi pecho un secreto movimiento,
de grandes hechos generoso gula;
la libertad, con su inmortal aliento,
santa diosa, mi espíritu encendía,
continuo imaginando en mi fe pura
sueños de gloria al mundo y de ventura.
El puñal de Catón, la adusta frente
del noble Bruto, la constancia fiera
y el arrojo de Scévola valiente,
la doctrina de Sócrates severa,
la voz atronadora y elocuente
del orador de Atenas, la bandera
contra el tirano Macedonio alzando,
y al espantado pueblo arrebatando;
el valor y la fe del caballero;
del trovador el arpa y los cantares:
del gótico castillo el altanero
antiguo torreón, do sus pesares
cantó tal vez con eco lastimero,
¡ay!, arrancada de sus patrios lares,
joven cautiva al rayo de la luna,
lamentando su ausencia y su fortuna;
el dulce anhelo del amor que aguarda,
tal vez inquieto y con mortal recelo;
la forma bella que cruzó gallarda,
allá en la noche, entre medroso velo;
la ansiada cita que en llegar se tarda
al impaciente y amoroso anhelo,
la mujer y la voz de su dulzura,
que inspira al alma celestial ternura...
A un tiempo mismo en rápida tormenta
mi alma alborotaban de continuo,
cual las olas que azota con violenta
cólera impetuoso torbellino;
soñaba el héroe ya, la plebe atenta
en mi voz escuchaba su destino;
ya el caballero, al trovador soñaba,
y de gloria y de amores suspiraba.
Hay una voz secreta, un dulce canto,
que el alma sólo, recogida, entiende,
un sentimiento misterioso y santo,
que del barro al espíritu desprende;
agreste, vago y solitario encanto
que en inefable amor el alma enciende,
volando tras la imagen peregrina
el corazón de su ilusión divina.
Yo, desterrado en extranjera playa,
con los ojos extáticos Seguía
la nave audaz que en argentada raya
volaba al puerto de la patria mía;
yo, cuando en Occidente el sol desmaya,
solo y perdido en la arboleda umbría,
oír pensaba y armonioso acento
de una mujer al suspirar del viento.
¡Una mujer! En el templado rayo
de la mágica luna se cobra,
del sol poniente al lánguido desmayo,
lejos entre las nubes se evapora;
sobre las cumbres que florece mayo,
brilla fugaz al despuntar la aurora,
cruza tal vez por entre el bosque umbrío,
juega en las aguas del sereno río.
¡Una mujer! Deslizase en el cielo,
allá en la noche desprendida estrella.
Si aroma el aire recogió en el suelo,
es el aroma que le presta ella.
Blanca es la nube que en callado vuelo
cruza la esfera, y que su planta huella,
y en la tarde la mar olas le ofrece
de plata y de zafir, donde se mece.
Mujer que amor en su ilusión figura,
mujer que nada dice a los sentidos,
ensueño de suavísima ternura
eco que regaló nuestros oídos;
de amor la llama generosa y pura
los goces dulces del amor cumplidos
que engalana la rica fantasía,
goces que avaro el corazón ansía.
¡Ay!, aquélla mujer, tan sólo aquélla,
tanto delirio a realizar alcanza,
y esa mujer, tan cándida y tan bella,
es mentida ilusión de la esperanza;
es el alma que vívida destella
su luz al mundo cuando en él se lanza,
y el mundo con su magia y galanura,
es espejo no más de su hermosura.
Es el amor que al mismo amor adora,
el que creó las sílfides y ondinas,
la sacra ninfa que bordando mora
debajo de las aguas cristalinas;
es el amor, que, recordando, llora
las arboledas del Edén divinas;
amor de allí arrancado, allí nacido,
que busca en vano aquí su bien perdido.
¡Oh llama santa! ¡Celestial anhelo!
¡Sentimiento purísimo! ¡Memoria
acaso triste de un perdido cielo,
quizá esperanza de futura gloria!
¡Huyes y dejas llanto y desconsuelo!
¡Oh, qué mujer! ¡Qué imagen ilusoria
tan pura, tan feliz, tan placentera,
brindó el amor a mi ilusión primera...!
¡Oh, Teresa! ¡Oh dolor! Lágrimas mías,
¡ah!, ¿dónde estáis, que no corréis a mares?
¿Por qué, por qué como en mejores días
no consoláis vosotras mis pesares?
¡Oh!, los que no sabéis las agonías
de un corazón que penas a millares,
¡ay!, desgarraron y que ya no llora,
¡piedad tened de mi tormento ahora!
¡Oh, dichosos mil veces, si, dichosos
los que podéis llorar! y, ¡ay, sin ventura
de mí, que entre suspiros angustiosos
ahogar me siento en infernal tortura!
¡Retuércese entre nudos dolorosos
mi corazón, gimiendo de amargura!
También tu corazón, hecho pavesa,
¡ay! llegó a no llorar, ¡pobre Teresa!
¿Quién pensara jamás, Teresa mía,
que fuera eterno manantial de llanto
tanto inocente amor, tanta alegría,
tantas delicias y delirio tanto?
¿Quién pensara jamás llegase un día
en que perdido el celestial encanto
y caída la venda de los ojos,
cuanto diera placer causara enojos?
Aún parece, Teresa, que te veo
aérea como dorada mariposa,
ensueño delicioso del deseo,
sobre tallo gentil temprana rosa,
del amor venturoso devaneo,
angélica, purísima y dichosa,
y oigo tu voz dulcísima, y respiro
tu aliento perfumado en tu suspiro.
Y aún miro aquellos ojos que robaron
a los cielos su azul, y las rosadas
tintas sobre la nieve, que envidiaron
las de mayo serenas alboradas;
y aquellas horas dulces que pasaron
tan breves, ¡ay!, como después lloradas,
horas de confianza y de delicias,
de abandono y de amor y de caricias.
Que así las horas rápidas pasaban,
y pasaba a la par nuestra ventura;
y nunca nuestras ansias las contaban,
tú embriagada en mi amor, yo en tu hermosura.
Las horas, ¡ay!, huyendo nos miraban,
llanto tal vez vertiendo de ternura;
que nuestro amor y juventud veían,
y temblaban las horas que vendrían.
Y llegaron, en fin; ¡oh!, ¿quién, impío
¡ay!, agostó la flor de tu pureza?
Tú fuiste un tiempo cristalino río,
manantial de purísima limpieza;
después torrente de color sombrío,
rompiendo entre peñascos y maleza,
y estanque, en fin, de aguas corrompidas,
entre fétido fango detenidas.
¿Cómo caíste despeñado al suelo,
astro de la mañana luminoso?
Ángel de luz, ¿quién te arrojó del cielo
a este valle de lágrimas odioso?
Aún cercaba tu frente el blanco velo
del serafín, y en ondas fulguroso
rayos al mundo tu esplendor vertía,
y otro cielo el amor te prometía.
Mas, ¡ay!, que es la mujer ángel caído
o mujer nada más y lodo inmundo,
hermoso ser para llorar nacido,
o vivir como autómata en el mundo.
Sí, que el demonio en el Edén perdido
abrasara con fuego del profundo
la primera mujer, y, ¡ay!, aquel fuego
la herencia ha sido de sus hijos luego.
Brota en el cielo del amor la fuente,
que a fecundar el universo mana,
y en la tierra su límpida corriente
sus márgenes con flores engalana;
mas, ¡ay!, huid; el corazón ardiente,
que el agua clara por beber se afana,
lágrimas verterá de duelo eterno,
que su raudal lo envenenó el infierno.
Huid, si no queréis que llegue un día
en que, enredado en retorcidos lazos
el corazón, con bárbara porfía
luchéis por arrancároslo a pedazos;
en que al cielo en histérica agonía
frenéticos alcéis entrambos brazos,
para en vuestra impotencia maldecirle
y escupiros, tal vez, al escupirle.
Los años, ¡ay!, de la ilusión pasaron;
las dulces esperanzas que trajeron
con sus blancos ensueños se llevaron
y el porvenir de oscuridad vistieron;
las rosas del amor se marchitaron,
las flores en abrojos convirtieron,
y de afán tanto y tan soñada gloria
sólo quedó una tumba, una memoria.
¡Pobre Teresa! ¡Al recordarte siento
un pesar tan intenso...! Embarga impío
mi quebrantada voz mi sentimiento,
y suspira tu nombre el labio mío;
para allí su carrera el pensamiento,
hiela mi corazón punzante frío,
ante mis ojos la funesta losa
donde, vil polvo, tu beldad reposa.
¡Y tú, feliz, que hallaste en la muerte
sombra a que descansar en tu camino,
cuando llegabas, mísera, a perderte
y era llorar tu único destino,
cuando en tu frente la implacable suerte
grababa de los réprobos el sino!
Feliz, la muerte te arrancó del suelo,
y, otra vez ángel, te volviste al cielo.
Roída de recuerdos de amargura,
árido el corazón, sin ilusiones,
la delicada flor de tu hermosura
ajaron del dolor los aquilones;
sola, y envilecida, y sin ventura,
tu corazón sacaron las pasiones;
tus hijos, ¡ay!, de ti se avergonzaran,
y hasta el nombre de madre te negaran.
Los ojos escaldados de tu llanto,
tu rostro cadavérico y hundido;
único desahogo en tu quebranto,
el histérico ¡ay! de tu gemido;
¿quién, quién pudiera en infortunio tanto
envolver tu desdicha en el olvido,
disipar tu dolor y recogerte
en su seno de paz? ¡Sólo la muerte!
¡Y tan joven, y ya tan desgraciada!
Espíritu indomable, alma violenta,
en ti, mezquina sociedad, lanzada
a romper tus barreras turbulenta.
Nave contra las rocas quebrantada,
allá vaga, a merced de la tormenta,
en las olas tal vez náufraga tabla,
que sólo ya de sus grandezas habla.
Un recuerdo de amor que nunca muere
y está en mi corazón; un lastimero
tierno quejido que en el alma hiere,
eco suave de su amor primero;
¡ay!, de tu luz, en tanto yo viviere,
quedará un rayo en mí, blanco lucero,
que iluminaste con tu luz querida
la dorada mañana de mi vida.
Que yo, como una flor que en la mañana
abre su cáliz al naciente día,
¡ ay!, al amor abrí tu alma temprana
y exalté tu inocente fantasía,
yo inocente también, ¡oh!, cuán ufana
al porvenir mi mente sonreía,
y en alas de mi amor, ¡con cuánto anhelo
pensé contigo remontarme al cielo!
Y alegre, audaz, ansioso, enamorado,
en tus brazos en lánguido abandono,
de glorias y deleites rodeado
levantar para ti soñé yo un trono;
y allí, tú venturosa y yo a tu lado
vencer del mundo el implacable encono,
y en un tiempo, sin horas ni medida,
ver como un sueño resbalar la vida.
¡Pobre Teresa! Cuando ya tus ojos
áridos ni una lágrima brotaban;
cuando ya su color tus labios rojos
en cárdenos matices se cambiaban;
cuando de tu dolor tristes despojos
la vida y su ilusión te abandonaban,
y consumía lenta calentura
tu corazón al par que tu amargura;
si en tu penosa y última agonía
volviste a lo pasado el pensamiento;
si comparaste a tu existencia un día
tu triste soledad y tu aislamiento;
si arrojó a tu dolor tu fantasía
tus hijos, ¡ay!, ¿n tu postrer momento
a otra mujer tal vez acariciando,
madre tal vez a otra mujer llamando;
si el cuadro de tus breves glorias viste
pasar como fantástica quimera,
y si la voz de tu conciencia oíste
dentro de ti gritándote severa;
si, en fin, entonces tú llorar quisiste
y no brotó una lágrima siquiera
tu seco corazón, y a Dios llamaste,
y no te escuchó Dios y blasfemaste;
¡oh!, ¡cruel!, ¡muy cruel!, ¡martirio horrendo!
¡espantosa expiación de tu pecado!
¡Sobre un lecho de espinas maldiciendo,
morir, el corazón desesperado!
Tus mismas manos de dolor mordiendo,
presente a tu conciencia lo pasado,
buscando en vano, con los ojos fijos
y extendiendo tus brazos, a tus hijos.
¡Oh!, ¡cruel!, ¡muy cruel!... ¡Ay! Yo, entretanto,
dentro del pecho mi dolor oculto,
enjugo de mis párpados el llanto
y doy al mundo el exigido culto;
yo escondo con vergüenza mi quebranto,
mi propia pena con mi risa insulto,
y me divierto en arrancar del pecho
mi mismo corazón, pedazos hecho.
Gocemos, si; la cristalina esfera
gira bañada en luz: ¡bella es la vida!
¿Quién a parar alcanza la carrera
del mundo hermoso que al placer convida?
Brilla radiante el sol, la primavera
los campos pinta en la estación florida;
truéquese en risa mi dolor profundo...
Que haya un cadáver más, ¿qué importa al mundo?

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